Artículos
Sentido social del riesgo sobre el uso de agrotóxicos en productores y trabajadores rurales en el partido de Junín (Buenos Aires), entre 2015 y 2019
Resumen:
El objetivo de este artículo es analizar los sentidos sociales del riesgo de trabajadores y productores rurales sobre el uso de agrotóxicos en Junín (Buenos Aires). El estudio se realizó bajo la perspectiva cualitativa con abordaje etnográfico. Se analizan las condiciones y procesos de trabajo de productores y trabajadores rurales, sus percepciones sobre el riesgo de trabajar con agrotóxicos, las implicancias de las construcciones sociales de género y el rol del discurso de las Buenas Prácticas Agrícolas en dicha percepción. Se concluye que el sentido social del riesgo se construye de distinta forma según el lugar ocupado en la estructura social, las condiciones de trabajo y el género. No se pueden estudiar los riesgos sin pensar en las relaciones de desigualdad en los distintos procesos de producción de la vida social.
Palabras clave: Riesgo, Agrotóxicos, Agronegocios, Trabajadores rurales.
Social sense of risk on the use of pesticides in producers and rural workers in the Junín County (Buenos Aires), between 2015 and 2019
Abstract:
The objective of this article is to analyze the social meanings of risk of rural workers and producers regarding the use of pesticides in Junín (Buenos Aires). The study was conducted under a qualitative perspective with an ethnographic approach. We analyzed the working conditions and processes of rural producers and workers, their perceptions of the risk of working with pesticides, the implications of the social constructions of gender and the role of the Good Agricultural Practices discourse in this perception. It is concluded that the social sense of risk is constructed differently according to the place occupied in the social structure, working conditions and gender. It is not possible to study risks without thinking about the relations of inequality in the different production processes of social life.
Keywords: Risk, Pesticides, Agribusiness, Rural workers.
1. Introducción
El objetivo de este artículo es analizar los sentidos sociales del riesgo de trabajadores y productores rurales sobre el uso de agrotóxicos en Junín (Buenos Aires). Este trabajo forma parte de mis estudios para obtener los títulos de magíster en Antropología Social y doctora en Geografía. En estas investigaciones se analizaron las prácticas y discursos sobre el uso de agrotóxicos en la zona de estudio mencionada, así como las transformaciones territoriales producidas por el agronegocio.
El trabajo fue realizado dentro de la perspectiva cualitativa, ya que se pretende comprender el fenómeno de estudio a partir del punto de vista de los actores sociales que forman parte de él. Dentro de la perspectiva cualitativa, se optó por un enfoque etnográfico. La etnografía comprende, siguiendo a Guber (2016), tanto un enfoque como un método y un tipo de texto que permite conocer el modo en que los actores sociales significan los fenómenos sociales, y supone una descripción teorizada de estos. El trabajo de campo se realizó entre los años 2015 y 2019. Se hicieron entrevistas abiertas no directivas (Guber, 2016) a productores y contratistas agrícolas, agentes de comercialización y transporte de grano. También se realizaron observaciones participantes y no participantes (Guber, 2016) en explotaciones agropecuarias y se acompañaron tareas de fumigación.
Los nombres propios de personas que aparecen en este artículo han sido modificados para salvaguardar la intimidad de mis informantes. Se utiliza la cursiva para hacer referencia a categorías nativas. Las comillas se usan para designar frases o expresiones literales usadas en el marco de conversaciones y/o entrevistas.
2. Antecedentes
Durante el siglo XX se producen en el agro argentino dos grandes transformaciones con sus propias etapas: podemos ubicar la primera entre 1960-1990 y la segunda (luego de un período de transición entre 1990-1995) en el año 1996, con la regulación de la siembra de la soja genéticamente modificada y resistente al glifosato.
En relación con la primera etapa, López Castro (2016) afirma que desde la década de 1970 se han producido transformaciones relacionadas con el avance de la lógica del agronegocio, asociadas a un proceso de concentración y especialización de la matriz productiva y tecnológica. Esto estuvo acompañado de la pérdida de explotaciones agropecuarias en las que primaba el trabajo familiar.
Gras y Hernández (2016) señalan que, en la Argentina, desde 1975 se produce el proceso de agriculturación marcada por la primera expansión sojera, con lo que se profundiza nuestro papel de proveedores de alimentos y bioenergía. Sili, Guibert y Cara (2015) afirman que a partir de 1976 se consolida una etapa de desarrollo agroexportador y se producen cambios de escala en las unidades productivas con la masiva aplicación de agroquímicos y fertilizantes, acompañada también de un fuerte proceso de despoblamiento rural.
La segunda etapa está marcada por el afianzamiento del agronegocio. Está atravesada por los cambios en el modelo agroalimentario -tanto a escala local como mundial- y las políticas macroeconómicas nacionales del menemismo. En el agro se producen transformaciones en las formas de gestión de la producción, que incluyen una marcada lógica financiera y una reorganización de dichas formas. Se consolida un nuevo perfil empresario, que tiene como característica el control y gerenciamiento de la tierra, mas no la propiedad (Gras, 2012).
Se introduce el “paquete tecnológico”, que incluye siembra directa, semillas genéticamente modificadas y uso de agrotóxicos. Esto es posible en nuestro país gracias a que en el año 1996 se produce la aprobación de la producción y comercialización de soja resistente al herbicida glifosato (mediante la resolución 167,1 impulsada por Felipe Solá).2 Entre los cambios que introdujo este paquete en el proceso productivo, según García Bernardo (2017), se pueden encontrar la posibilidad de realizar un cultivo de invierno y uno de verano gracias a la siembra directa, la mejora de rendimientos por hectárea y el uso de agroquímicos para la eliminación de malezas. El autor afirma que, si bien el uso de agroquímicos y la siembra directa son fenómenos separados, en la producción argentina de cereales y oleaginosas se han complementado sinérgicamente, constituyendo así, junto con las semillas genéticamente modificadas resistentes a los químicos, una potente tríada utilizada en una gran parte de los cultivos extensivos de la región.
Gómez Lende (2015) afirma que el sector rural argentino se convirtió en la década de 1990 en uno de los más desregulados del mundo:
“El nuevo modelo agroalimentario condujo a la profundización de la integración vertical de los circuitos productivos, la mayor difusión de la agricultura bajo contrato, la penetración del ‘supermercadismo’, la desaparición de la rotación ganadería-agricultura, y la concentración de tierras, producción y capital en manos de grandes productores, agroindustrias, fondos de inversión y pools de siembra” (Gómez Lende, 2015, p. 4).
Cuando se consolida la utilización de semillas genéticamente modificadas, comienza a afianzarse el Sistema de “Siembra Directa” o “Labranza cero” (sistema que ya había sido incorporado en nuestro país, pero en menor escala). Este sistema deja el suelo intacto y se utiliza una máquina preparada para colocar la semilla a la profundidad necesaria. De esta forma, el suelo queda cubierto del rastrojo de la cosecha anterior, por lo que minimiza la erosión y se conserva la humedad del suelo (Alapin, 2008). El problema radica en que al no eliminar los residuos de cosechas anteriores genera mayor cantidad de malezas, que serán combatidas por mayor cantidad de agroquímicos como el Glifosato o 2.4D (Reboratti, 2010).
Otra de las transformaciones ocurridas en el agro pampeano es la referida a la oferta de servicios y circulación de capitales: simultáneamente se consolidan las empresas dedicadas a la agrobiotecnología, semilleras y agronomías (Gras y Hernández, 2016).
Las transformaciones anteriormente mencionadas se produjeron con un alto grado de connivencia estatal. Gras (2013) menciona las acciones normativas del Estado orientadas a favorecer al sector privado. Entre ellas, encuentra las relacionadas con los arrendamientos, desmontes y deforestaciones, los derechos de importación y la flexibilización de los mecanismos de ingresos de capitales financieros nacionales y externos. También destaca la actuación del Estado en la expansión del uso de transgénicos. En esta instancia resulta importante señalar que el primer organismo instituido para intervenir en el proceso de liberación de los Organismos Genéticamente Modificados (OGMs) fue la Comisión Nacional Asesora en Biotecnología Agropecuaria (CONABIA). Esta comisión se crea en el año 1991 y es la encargada de aprobar los distintos “eventos transgénicos”. La conforman representantes del sector público (Instituto Nacional de Semillas-INASE), Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA), el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria), CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), Universidad de Buenos Aires, la Secretaría de Desarrollo Sustentable y Política Ambiental, y el Ministerio de Salud Pública. Según el Atlas del agronegocio transgénico del Cono Sur (2020), los nombres de sus integrantes fueron secretos hasta el año 2017. De 34 integrantes, 26 pertenecían a las empresas o tenían conflictos de intereses.3
La aprobación de semillas OGM (Organismo Genéticamente Modificado) lleva aparejado el aumento de la superficie destinada a la siembra de soja. Sili, Guibert y Cara (2015) afirman que en la década de 1970 el cultivo de soja era casi inexistente en nuestro país, y que pasó de 26 mil toneladas en esa década a 53 millones de toneladas en la cosecha 2013-2014; es decir, este cultivo representó la mitad de los granos producidos en el país.
El uso de agrotóxicos y fertilizantes aumentó considerablemente el rendimiento por hectárea. Esto, sumado a la inversión del capital financiero en el agro y la poca inversión de capital en relación con el precio de venta de tonelada de soja en el mercado internacional, logró una fuerte expansión territorial de la soja en desmedro de otras producciones como el girasol o el trigo y el avance sobre tierras previamente ocupadas por bosques o monte nativo. Los autores señalan que en 2012 la producción de soja abarcó 19 millones de hectáreas, la mitad de la superficie agrícola.
Con respecto a los agrotóxicos, el glifosato es uno de los pesticidas más utilizados en la producción agraria argentina. Mientras en 1997 se empleaban 35 millones de kg/l de este producto, en 2017 se llegó a aplicar 240 millones de kg/l (Atlas del agronegocio transgénico en el Cono Sur, 2020). Estas cantidades ponen a la Argentina en el primer puesto a nivel mundial en el uso de plaguicidas por habitante por año (10 litros de plaguicidas por habitante por año) (Liaudat, López Castro y Moreno, 2021). En la Argentina, entre 1993 y 2014, el consumo de agrotóxicos pasó de 30 millones de kg/l a 370 millones; tres cuartos de ese total corresponden al glifosato (Souza Casadinho, 2016).
Las transformaciones territoriales producidas a escala nacional tienen su correlato en el partido de Junín. El partido se encuentra ubicado al noroeste de la provincia de Buenos Aires (a 260 km de distancia de la Capital Federal). Su superficie es de 2.253,20 km2 y las localidades que integran el partido son Agustín Roca, Agustina, Blandengues, Fortín Tiburcio, La Oriental, Laplacette, Las Parvas, Morse y Saforcada. Se caracteriza por ser una zona agrícola-ganadera. La ciudad homónima, cabecera del partido, se sitúa en la confluencia de las Rutas Nacionales Nº 7 y Nº 188 y la Ruta Provincial Nº 65. Cuenta con servicios de ferrocarril y transportes de ómnibus y aéreos. Es el principal centro comercial, cultural, educacional, médico, recreativo y turístico de la zona.4
Hernández, Fossa Riglos y Muzi (2013) señalan que Junín se constituyó como núcleo regional con dinámica propia y gran oferta de servicios públicos y privados. Cuenta con una sede de la UNNOBA (Universidad Nacional del Noroeste de Buenos Aires), y su capacidad de generar dinámicas comerciales y de servicios consolidó su rol de agrociudad; es decir, una ciudad que se organizó en relación con la prestación de servicios para la agricultura.
Liaudat, López Castro y Moreno (2021) afirman que la estructura agraria del partido presenta las mismas características que el agro pampeano. Se observa una disminución de la cantidad de explotaciones agropecuarias (específicamente, las de menor tamaño) y un proceso de concentración. Según los datos preliminares del Censo Nacional Agropecuario (CNA) 2018, en el partido de Junín el 78 % de hectáreas agropecuarias se destinan a la producción de cultivos y solamente un 6 % a la ganadería (Lucero, 2021).
En los siguientes apartados se abordarán los procesos, condiciones de trabajo (De la Garza Toledo, 2009) y lo percibido como riesgo para los trabajadores y productores agrarios responsables de tareas de fumigación y coordinación de explotaciones agropecuarias de la zona. En este sentido, Lara (2006, en De la Garza Toledo, 2009) afirma que, en la producción agropecuaria, lo específico del trabajo y la producción surge de la intervención de la naturaleza o de la manipulación genética de la biotecnología. Esta dependencia de la naturaleza de muchos procesos agropecuarios propicia el trabajo estacional y las migraciones.
Para abordar las percepciones sobre el riesgo en trabajadores y productores agrarios se parte de la afirmación de que dicha percepción es social, no individual, y se encuentra regulada por instituciones y prácticas sociales. Estas prácticas sociales construyen distintos sentidos que no son unívocos para todas las personas (Kunin y Lucero, 2020). En este artículo se trabajará con las categorías teóricas que aluden a la construcción social del riesgo. Beck ha producido una vasta cantidad de bibliografía reflexionando sobre el concepto de riesgo y sociedad de riesgo (Beck, 1996, 1997, 1998, 2000), que fue posteriormente actualizado al de sociedad de riesgo global (Beck, 2008, 2002). Nos basaremos en la afirmación de que “es la percepción cultural y la definición lo que constituye el riesgo. El «riesgo» y la «definición (pública) del riesgo» son lo mismo” (Beck, 2000, p. 10). El riesgo no equivale a destrucción, pero constituye una amenaza que condiciona nuestra percepción del futuro. Es decir, la percepción y la comprensión de los riesgos no se basan solamente en la evidencia científica. Las distintas personas y grupos sociales interpretan los peligros y riesgos existentes de distintas formas. Esta interpretación puede estar influida por los medios de comunicación, la opinión pública, los organismos estatales, entre otros. Siguiendo a Acosta (2005, p. 23),
“Las sociedades crean riesgos y perciben estos riesgos (…) No son los riesgos los que se construyen culturalmente, sino su percepción. La construcción social de riesgos remite a la producción y reproducción de las condiciones de vulnerabilidad.”
Las distintas construcciones sobre el riesgo están situadas en la estructura social, por lo que son diferenciadas según desigualdad de clase, género, grupo étnico, a la vez que generan vulnerabilidad. Existe una relación dialéctica entre la construcción simbólica (en enunciados y prácticas) y las relaciones sociales de producción (Lucero, 2021). No se puede analizar el riesgo sin tener en cuenta las relaciones de desigualdad en los distintos procesos de producción de la vida social, (es decir, la producción material y simbólica de la vida de las personas) y la percepción o sentido social del riesgo construido (Acosta, 2005). Por ejemplo, en el caso de los agronegocios Jäger et al (2016) señalan que se ha buscado la eficiencia desde el punto de vista económico. No se repara en aspectos ambientales o sociales. Bajo esta lógica, el único riesgo que se tiene en cuenta es el económico.
3. Procesos, condiciones de trabajo y sentido social del riesgo
En este apartado se presentará una breve descripción de los productores agrarios, aplicadores de agrotóxicos, trabajadores rurales, su nivel de capitalización y sus procesos de trabajo, para posteriormente analizar su relación con el uso de agrotóxicos y lo que perciben como riesgos.
Durante mi estancia en el campo, una de las personas que conocí fue Oscar. Me cuenta que se mudó de Entre Ríos a Morse (localidad ubicada en el partido de Junín) a los 26 años y trabaja hace 20 en una semillera de la zona; sus tareas son de palero, carguero y clasificación de granos. Hace turnos de 12 horas y sobre la modalidad de contratación refiere que son “todos tanteros: cuanto más hacemos, más ganamos”. Cumple turnos rotativos (diurnos y nocturnos). Es un trabajo registrado y tiene obra social.
Me cuenta que él trabaja en la parte de clasificación de la soja. Pero
“La soja se cura o no, según el cliente. Primero la clasificamos, después de unos bolsones se saca para curar y para reembolsar. Ponele, viene un cliente y me dice: `Mirá, yo quiero la soja curada´. Bueno, ellos pasan el bolsón ese que hicimos, va por otra máquina que ahí está el líquido, y ahí ya sale toda curada de color verde o rosado. No la curan de bichos; la curan porque no tiene poder germinativo, y para no perder la semilla la curan.” (Diario de campo, septiembre de 2016).
El proceso de curar las semillas es decidido por el cliente de la semillera junto con los ingenieros agrónomos que trabajen en la empresa. En una semillera, estas se clasifican entre las que están aptas para “guardar para el otro año y se mandan al galpón” o “están húmedas, entonces son para enviar al puerto”; “Si el nivel de humedad es menor a 15 %, se va al galpón para la clasificación; de 15 % para arriba se exporta”. La semilla que “va al galpón” para ser curada podrá ser fumigada con algún fungicida o con algún químico que le permita aumentar su poder germinativo.
También realicé una entrevista no directiva con Alejo. Nació en Irala a 10 km de Morse; tiene un campo en Irala (de 60 ha) pero “está alquilado” hace unos 18 años. Él trabaja de “empleado en otro campo” hace 9 años, pero me cuenta que trabaja como peón rural desde los 13. En su actual trabajo “hace de todo” porque la explotación es mixta: “hay hacienda, también hay gallinas, codornices, algo de huerta y frutales”. Son dos trabajadores en esa explotación agropecuaria. Alejo es quien organiza todo. En el campo en el que está ahora trabaja 500 hectáreas, donde siembran y fumigan porque la cosecha la “hace otro”. La explotación agropecuaria está dividida en dos partes: 200 ha en Morse y 300 ha en Baigorrita (pueblo del partido de General Viamonte, vecino a Junín). Él se hace cargo de todo en ambos campos porque el señor que está en el otro campo ya está viejo: “no maneja las herramientas”. La tarea de la fumigación la realiza él mismo con un tractor que tiene un fumigador acoplado, cuenta con un GPS5 que oficia de “banderillero”6 y fumiga con:
“Varios productos, como glifosato, 2.4D, atrazina, algunos insecticidas, pero más que nada herbicidas. Los insecticidas se pasan con avión, porque por lo general ya el cereal está alto”. Su fumigador (tractor y fumigador) tiene un tambor al costado donde se ponen los líquidos y se mezcla: “Yo no toco nada. Me pongo guantes, una careta, máscara. No toco nada yo.” (Diario de campo, septiembre 2017).
También tuve la posibilidad de entrevistar a Ignacio. Si bien ahora es médico, su papá era piloto comercial, trabajó como fumigador desde principios de 1970 y abrió su propia empresa de fumigación aérea. Falleció en un accidente de avión. Ignacio trabajó mucho tiempo como banderillero para su papá. Su trabajo consistía en:
“De acuerdo a cómo venía el viento, el avión tenía que cubrir una superficie determinada de un lote 400 m por 800 m, y en cada punta de un lote se ponía un banderillero para alinear el avión. Contabas entre 41 y 36 pasos. Caminabas a contraviento para que el rociado del producto vaya para el otro lado. Cuando estabas con la bandera y veías que el avión estaba alineado, vos empezabas a caminar para el otro lado.” (Diario de campo, septiembre 2016).
Por otro lado, Sergio arrienda 120 ha en un campo cercano a Morse (en el partido de Chacabuco). Me cuenta que su padre tenía campo y empezó a trabajar con él a los 11 años: “Disqueaba, araba, se fumigaba una vez y se cosechaba”. Es dueño de sus herramientas (tractor, cosechadora, fumigador -que se engancha en el tractor-, disco y sembradora); señala que tiene capacidad para hacer “hasta 180 ha, más no”. Al momento de la investigación de campo, sembraba algo de trigo, soja de segunda y maíz. No terceriza ningún servicio puesto que es dueño de todas sus herramientas.
David es dueño de una explotación más “grande”. Trabaja junto a su familia 500 ha que heredaron de su suegro. Las tierras son de la familia desde 1920. David señala lo complejo que es “mantenerse en carrera”, mantener la casa (en el campo) y obtener ganancias. Afirma que tienen “poco margen”: “Aunque tener 500 hectáreas parezca mucho, es muy difícil”. Igualmente “aman la tierra” y aunque “valga un millón o 150 millones no la van a vender, la quieren trabajar”. En su explotación hacen agricultura (principalmente maíz y soja), ganado ovino y porcino, gallinas; tienen una vid (parte del programa de INTA Cambio Rural), árboles frutales y huerta (ambos, sin uso de agroquímicos). Al momento de la última entrevista estaban organizando para incluir Turismo Rural como iniciativa de trabajo.
Por último, Roberto es dueño de 1.000 hectáreas. Vive en el campo junto a su madre, a 2 km de Morse, y producen trigo, maíz y soja. Es dueño de sus herramientas (en la visita a la explotación pude visualizar una máquina fumigadora, un tractor y una cosechadora), tiene unos cinco empleados y un ingeniero agrónomo (Esteban)7 permanente trabajando para él.
Estos productores representan distintos tamaños de explotación, diferentes formas de tenencia de la tierra (propietarios y trabajadores) y, como analizaremos a continuación, diversos sentidos sociales del riesgo (con más o menos matices) sobre el uso de agrotóxicos en la agricultura extensiva.
Ricardo está convencido de que los agroquímicos bien aplicados “no hacen nada”, a tal punto que en los 100 m. que en los que se encuentra su casa están el galpón donde guarda la maquinaria (entre ellas la fumigadora), el “playón” donde la lavan antes de guardarla y el depósito de envases llenos de agroquímicos, sobre el cual Esteban lo “convenció de moverlo unos metros de su casa, porque antes estaba pegado al patio”. Dentro del galpón no hay ventilación, hay muchos bidones y el olor me hizo doler la cabeza, Esteban menciona que “deben hacerle una ventilación”. En ese predio hay varios bidones vacíos de distintos colores de banda8 esparcidos por distintos lugares. Ricardo insiste en que hay que hacer respetar las Buenas Prácticas Agrícolas (BPA)9 y castigar a los que no las cumplan:
“El Estado debería multar a los insolventes que siembran con una máquina destartalada que pierde. Lo que pasa es que ahora se contrata, y el fumigador contratado negocia su precio barato, y si tiene que fumigar mucha cantidad de hectáreas para que le rinda, no le importa nada. Entonces, si hay viento, ¡qué le importa! ¡Fumiga igual! ¡Ahora hay que tener un registro de aplicadores y tienen que hacer un curso, cosa que no me parece mal! Pero tenés que pagar no sé cuánto, ¡serán 1.000 mangos! Pero nadie viene y se fija qué máquina tenés. Si pierde, nada: vas y pagás.” (Diario de campo, septiembre 2017).
Por su parte, Sergio y Alejo son más precavidos con sus afirmaciones y relativizan la inocuidad de los químicos en el ambiente. Por un lado, Sergio problematiza la cantidad de veneno que se aplica con la siembra directa y cómo este aparente cuidado que, al no rotularse la capa fértil, implica que se deja de cuidar la tierra:
“Sergio: Primero, uno lo está viendo, que uno está envenenando mucho las tierras. Por ejemplo, para hacer una directa, si vas a sembrar, hay que fumigar: se le echa, glifosato, 2.4.D y metsulfuron. El metsulfuron, por ahí, si lo hacés dos años seguidos, tres, es un veneno terrible para la tierra. Y si seguís haciendo siembra directa, seguís fumigando; yo creo que en algún momento algo tiene que pasar. Es como si vos todos los días tomaras algo porque te duele la cabeza, todos los días tomás algo, tomás algo, tomás algo, tomás algo. Algún día algo te va a pasar; con la tierra lo mismo. Estamos echando algo que es veneno, más veneno, más veneno, más veneno.
Investigadora: ¿Has notado alguna reacción en animales también?
Sergio: Liebres, todos esos bichos desapareció el 70 %. Vos fumigás, vos envenenás el piso, y los bichos viven de ahí; o sea, una liebre come y esa liebre se va envenenando, se va degenerando, va trayendo peste. Vos estás viendo que antes vos ibas, andabas en el campo, estabas trabajando y había liebres, perdices, de todo. Y hoy no hay nada.” (Diario de campo, junio 2017).
Alejo, en la misma sintonía, señala:
“En Argentina usamos mucho líquido y en comparación de otros países usamos toda la porquería. En Morse hay que dejar 2 o 3 kilómetros sin fumigar porque intoxicás a la gente. Hay líquidos que son cancerígenos. Antiguamente había mucho en los campos. En todos los campos había colmenas. Hoy han quedado muy poquitas. ¿Por qué? Con el tema de los fumigadores que pasan para los insectos y todo. O los aviones cuando vos fumigás contra los insectos: te mata a las abejas. Más que, por ejemplo, hoy se pasa líquido, insecticida que vos, fumigaste, y a lo mejor tiene poder residual, 15, 20 días. ¿No es cierto? Entonces la soja florece, va la abeja, se intoxica y se muere.” (Diario de campo, septiembre 2017).
Por su parte, Pablo busca la forma de no disminuir la cantidad de químicos y afirma:
“Con la rotación de cultivos bajás la cantidad de químicos. Porque antes se tiraban bombas atómicas con la soja. A vos la maleza se te hace resistente porque estás haciendo siempre lo mismo. Al no tener intercambio del modo de acción que tienen los agroquímicos, la maleza se hace resistente y tenés que ir cada vez aumentando más la dosis.
Yo lo que estoy haciendo es: se hace un poco de labranza, se disquea antes de la fina, antes del trigo, y con eso lográs controlar mejor la maleza y no le echás tantos químicos tampoco.” (Diario de campo, diciembre 2019).
David, en cambio, me dice que “hay que controlar cómo se aplica” y que “está en la conciencia de cada uno”. Acusa a los negociados que hay detrás de la clasificación toxicológica ya que el glifosato, según la OMS (Organización Mundial de la Salud), está clasificado como probablemente cancerígeno (junto con productos como el café). Por ejemplo, “la banda verde es por negociados y arreglos”. Ricardo insiste en que “más gente se ha muerto por fumar” y entonces los aplicadores “deberían estar todos muertos”.
Augusto insiste en que “hay cosas peores”:
“Ahora están meta joder con el glifosato, y el glifosato no te digo que te lo podés tomar, pero no sé por qué le dan tantas vueltas al glifosato si hay cosas diez mil veces peor como el 2.4D. En Morse joden con el glifosato todo… ¿y cuándo te prenden el basural? Tenés el basural a 300 metros. Peor fuente de contaminación que eso…” (Diario de campo, diciembre 2019).
Por su parte, David y Ricardo también problematizan lo que se debe fumigar y lo que no se debe. David fumiga los cultivos, pero como en el predio que rodea la casa tienen huerta evita aplicar los días que hay viento para ese lado: no quieren que se le llene de agroquímicos ya que mata las plantas. Siente “una contradicción” porque evita los agroquímicos para la huerta, pero le “ponemos agroquímicos a toda la producción de soja”. Esta contradicción que expresa David puede remitir a la categoría de espacio desarrollada por Lefebvre ([1974] 2013), quien señala que existen el espacio físico y el social; es decir, existe la dimensión mental del espacio. El espacio es un producto que se crea, se produce. En esta producción del espacio habitan estas contradicciones. Para David, no es lo mismo la reproducción social de su grupo familiar que las prácticas de consumo de dicha familia. La tríada teórica construida por el autor: espacio percibido, espacio concebido y espacio vivido permite profundizar el análisis de dicha contradicción. En el interior del espacio percibido y del espacio concebido, su discurso establece que, siempre y cuando se apliquen las BPA, los pesticidas no son nocivos a la salud y el ambiente. Ahora bien, en el espacio vivido, donde se pueden expresar los simbolismos de lo clandestino (y que pude conocer gracias a mi estadía prolongada en el territorio), surge la contradicción de las limitaciones que el propio David encuentra en las BPA. No es lo mismo lo que vende para que otros consuman que lo que consumen él y su familia.
Ricardo, por su parte, insiste en que nadie controla las verduras que comemos. Me recomienda que no compre “la lechuga más perfecta” o el “tomate más redondo” porque está todo fumigado. “El municipio debería todos los días agarrar algunas verdulerías y controlar si tienen químicos”.
En este análisis considero que estas contradicciones tienen una doble lógica: por un lado, estos productores, al no tener intereses económicos en la agricultura intensiva (producción de frutas y verduras) pueden problematizar los agrotóxicos sin tener que justificar moralmente su uso. Por el otro, no es lo mismo vender para otro que consumir. Aquí me parece interesante retomar la idea de Arribas, Cattaneo y Ayerdi (2004), quienes, si bien analizan el caso particular del consumo de gatos en Rosario para sobrevivir, señalan que al consumir cualquier alimento incorporamos energía, significados, valores y creencias. Cada vez que se consume un alimento se pone en juego este entramado de significados y significantes; claramente, hay una contradicción en los productores en cuya huerta se niegan a poner un químico debido a que lo van a consumir, pero en la producción para el consumo de otro no tienen ningún inconveniente. En realidad, David me señala:
“Si a mí me nace acelga hasta acá [y señala la mitad de la mesa] consumo hasta ahí, pero si la tengo que vender para vivir, necesito que sí o sí llegue hasta allá [el final de la mesa], y ahí le voy a poner lo que haga falta.” (Diario de campo, julio 2015).
A diferencia de Alasia de Heredia (2003), mis interlocutores permiten interrogarnos si en los productores y trabajadores agrícolas de la zona se encuentra una separación entre Unidad de Producción y Unidad de Consumo.10 Hay grandes distancias entre el campesinado estudiado por Heredia y los productores agropecuarios de la pampa húmeda.11 En las afirmaciones de los informantes se nota una distinción en el trato que se le da a lo que es para consumo y el que se le brinda a lo que es para vender en el mercado. Las perspectivas teóricas como las citadas y los testimonios relevados nos habilitan a repensar las prácticas que hay previas al consumo y, sobre todo, prestar atención a si se relacionan con un consumo futuro y con otro cercano o nos enfrentamos a unos consumidores invisibilizados. Pongo el caso del cultivo de soja como ejemplo, porque permite dimensionar lo que estamos queriendo decir: pareciera que importa su venta para permitir la reproducción de la unidad doméstica pues los consumidores serán otros, el mercado chino para la producción de cerdos, un otro que para la mirada de los productores no es cercano: “Hoy usamos herbicida porque es todo para exportación”.
A partir del trabajo de campo etnográfico se pudo establecer una posible relación entre niveles de capitalización, condición laboral (cuentapropista, asalariado, productor, asesor técnico) posición en la estructura social y percepción de riesgo.
Los productores más grandes (con mayor nivel de capitalización) cuentan con asesoramiento técnico y hacen hincapié en la aplicación de las Buenas Prácticas Agrícolas como la solución a la problemática; los pesticidas bien aplicados “no hacen nada”. Esta idea sobre la centralidad de las BPA y la noción extendida sobre la inocuidad de los pesticidas parece, a primera vista, construida como discurso colectivo (Lefevre y Lefevre, 2006), pero si se los analiza en profundidad y en privado no sólo son distintos, sino que también se encuentran en/entre tensión.
Los trabajadores rurales, productores pequeños y medianos con escaso nivel de capitalización, que utilizan mano de obra preponderantemente familiar, tienden a reflexionar más sobre los cuidados a la hora de fumigar y la forma de relacionarse con el veneno. Sergio, por ejemplo, dejó las tareas de fumigación y tiene una postura más crítica con respecto al modo de producción actual. El uso de la categoría nativa veneno para referirse a los pesticidas da cuenta de una contradicción: lo único importante no es curar/cuidar el cultivo. El autocuidado (como será abordado en el próximo apartado) empieza a abrirse camino en este entramado discursivo que a primera vista parecía hermético y unívoco. Si bien los trabajadores rurales o productores con bajo nivel de capitalización tienen una mirada más crítica sobre el modelo (por ejemplo, conciencia de la posibilidad de enfermarse, impacto en el ambiente y contaminación), son los que más riesgo tienen de quedarse sin empleo o de no ganar más dinero (en el caso de los tanteros), o que la cosecha no les rinda. Al estar directamente en contacto con las fumigaciones son a su vez los que presentan mayor riesgo de enfermar por agrotóxicos. Como afirmaba Oscar: “fumigado o no fumigado, tengo que ir al campo”. En esta situación, la responsabilidad del cuidado es exclusivamente de los trabajadores. La posibilidad de verse sin empleo o sin ganancias puede conducir a seguir realizando una práctica que ponga en riesgo su salud, ya que estar sin trabajo o trabajar con pérdidas podría ser percibido como un riesgo superior, en el que “el temor se subordina a otros valores” (Le Breton, 2011, p. 25). Evidenciar estas resistencias discursivas y prácticas cotidianas nos permite dar cuenta de estas diferencias, que en un primer momento se presentan como una totalidad cerrada.
4. Cuidados y masculinidad hegemónica
Como parte del trabajo de campo, tuve la oportunidad de acompañar el proceso de trabajo de fumigación de un lote arriba de un mosquito (máquina fumigadora agrícola).
En el marco de la XXI Fiesta Regional del Cosechero,12 cayendo la tarde, me encuentro con una trabajadora auxiliar de la Escuela Primaria N° 20 de Morse. Me cuenta que su hijo (Francisco, que trabaja como peón rural) hubiera querido participar de un taller sobre contaminación ambiental que yo había armado en esa institución educativa (Lucero, 2022). Me dice que Francisco había podido comprar una fumigadora junto con el hijo del patrón del campo en el que trabajaba. Le pregunté si podría hablar con él; para mi sorpresa y felicidad, me dice que en ese momento estaba fumigando. Ella, amablemente, llama a su marido, que había acompañado a su hijo pues era su primer trabajo. Hablo con el marido y me pasa con el ingeniero agrónomo (Esteban); se ofrecen a venir a buscarme para que pueda acompañarlo en la fumigación. A la media hora llega el padre de Francisco a buscarme; está muy orgulloso de su hijo y piensa que yo puedo “enseñarle teoría” para que se “cuide” cuando fumiga. Él es camionero y me dice que “él se va, pero no sabe si vuelve”, y que Francisco “si hace las cosas bien” va a poder “volver a su casa todos los días”. Orgulloso, me cuenta que el hijo “fue a todos los cursos que dio la Municipalidad” porque “quiere hacer las cosas bien”. Llegamos al lote (era relativamente cerca). Francisco estaba fumigando en la otra punta, me presenta a Esteban y me cuenta que lo llamaron porque a ellos se les había roto el mosquito y necesitaban fumigar ese lote. En ese momento estaban haciendo el barbecho químico con atrazina, 2.4D, glifosato y metolacloro (herbicida banda azul). Como la idea era que yo pudiera acompañarlo en la fumigación, atravesamos el lote hasta donde estaba fumigando, mientras (el padre) comenta: “¿Viste el olor que tiene el 24d? Fui a buscar agua hasta al campo de al lado y se sentía”. Me cuenta que hoy había acompañado al hijo porque era su “primera fumigación y estaba nervioso”.
Francisco (un chico joven, de unos 25 años) está fumigando arriba del mosquito; junto con el papá nos acercamos. Soy presentada como “ingeniera”: Francisco pone cara de desconcierto, pero igualmente me deja acompañarlo en la tarea sin ningún problema. Ya arriba de la máquina me presento apropiadamente y él empieza a explicarme cómo funciona el mosquito: Tiene un GPS que le va marcando las áreas que ya fumigó. El botalón de la máquina tiene 25 metros de ancho (el botalón son las “alas del mosquito” que contienen los picos por los que sale el líquido), es decir que el ancho del pulverizado por pasada es de 25 metros. Adentro tiene una palanca que “es la que libera el químico” y también me cuenta que “hay distintos tipos de picos”, que se cambian según el viento, cercanía de otro cultivo o deriva13 deseada. Los picos son giratorios y no hay que “cambiarlos a cada rato”; sólo hay que girarlos “o destaparlos”. Le pregunto por la franja verde y me cuenta que “en Junín hay franja verde, a mí me parece bien que sea así”. Me afirma: “Si aplicás bien, no hay ningún problema. Se dice que el glifosato es cancerígeno, pero no sé, ¿vos qué pensás?”. Me interpela, le digo que hay varias investigaciones en curso que parecería que sí lo es (no me interesa moralizar su trabajo, pero tampoco puedo negar lo que pienso). Se queda pensando; me dice:
“Yo sé que mi trabajo está mal visto. Yo trato de hacer las cosas bien, guardo la máquina en el campo. Conozco gente que no cuida nada, que aplica sin conciencia, sin medir, o anda con la máquina en el pueblo o en la ruta chorreando químicos. Estas personas deberían ir presas por una noche, aunque sea. La otra vez fui a una capacitación. Estaba lleno de kirchneristas que decían que era malo, qué sé yo, por el cigarrillo se muere más gente.” (Diario de campo, septiembre 2016).
Las palabras de Francisco oscilan entre la afirmación de su buen proceder, el mal proceder de otros y la carga ideológica de quiénes están en contra. En su construcción moral, su práctica no debe ser penalizada, puesto que él “hace las cosas bien” y quienes, a pesar de eso, se quejan “son todos kirchneristas”.
Después de esa reflexión, me muestra los picos de repuesto. Están guardados en un tarro pequeño donde previamente hubo un herbicida granulado. Hacemos una parada para “girar los picos a unos que tengan menos deriva, porque ahí (en el lote de al lado) hay maíz, y si ese maíz no es resistente al glifosato, se lo quemamos”. Nos bajamos, Francisco patea la tierra para ver “para dónde sopla el viento” y se da cuenta de que se olvidó los guantes. Con las manos gira todos los picos y nota que se había tapado uno y procede a desarmarlo: “en el campo de al lado el papá de un amigo mío las destapa con la boca; si ese no se murió, no se muere nadie”.
Luego de girar todas las válvulas se lava las manos con jabón blanco (la máquina tiene una canilla). El padre nos alcanza el mate, lo preparo. Creo que fui “fumigada” porque me siento olor; lo ignoro y sigo cebando. Terminamos ese lote; tiene que preparar más para seguir fumigando. Se pone los guantes, la máscara y comienzan a mezclarse los químicos que le va indicando Esteban. Le dice que “se olvidó de poner gasoil”; el gasoil se pone para que “no se haga espuma”. El papá ayuda a cargar los envases vacíos en un carro, no usa guantes. Esteban le marca que se los ponga. Hay una mancha blanca espesa en el piso (después me entero de que pudo haber sido atrazina): la veo, la huelo, pero no pregunto qué es. No quiero ponerme en rol de fiscalizadora ya que considero que no me va a ayudar para la continuidad de mi investigación; no quiero romper la confianza construida en esa observación de campo.
En las notas de campo aquí presentadas pueden observarse, al menos, dos cuestiones importantes. Por un lado, las prácticas de cuidado llevadas adelante por la mamá y el papá, y por el otro el autocuidado de Francisco. Referirse a las tareas de cuidado significa pensar en las actividades y prácticas necesarias para la supervivencia cotidiana de las personas en el lugar donde viven, incluyendo el autocuidado, organización y limpieza del hogar, gestión del cuidado (coordinación de horarios, traslados, etc.) (Rodríguez Enríquez, 2015). Las prácticas de cuidado involucran la estructura social pero también la agencia individual de las personas. Kunin (2019) la denomina “el poder del cuidado”, y nos permite entender cómo, ante el riesgo conocido de enfermarse por intoxicación por agrotóxicos, el padre y la madre de Francisco necesitan asegurarse de que él “se cuide”, “aprenda a cuidarse” y use todos los elementos de protección necesarios. El papá incluso lo acompaña en su primer día como fumigador. Francisco tiene una percepción del riesgo que se relaciona con lo que ha estudiado y su propio saber práctico sobre las fumigaciones; también, con los miedos y consejos de su papá y su mamá. La configuración familiar cumple un rol central en su propia práctica de cuidado; su corta edad (aproximadamente 25 años) lo ubica en el rol principal de hijo (no es padre, ni está casado). En un contexto en el que el ejercicio de la fortaleza y la hombría están a la orden del día, su mamá cumple con la tarea de cuidarlo y atenuar esas prácticas. Esto nos habilita a pensar en que los modos de construcción de la masculinidad están atravesados por múltiples significados y representaciones, que de ninguna manera pueden ser esencialistas. Por otro lado, para Francisco y su familia el pasar de peón rural a ser dueño (parcial) de un mosquito es parte de una posibilidad de acenso social. Con riesgos, sí, pero ascenso al fin. El riesgo se sopesa y, en última instancia, se elige. El riesgo es socialmente construido y en él se ponen en juego una trama de significaciones sociales, afectivas, morales, y también la mirada ajena (“Yo sé que mi trabajo está mal visto, yo trato de hacer las cosas bien”).
En la escena anterior Esteban, el ingeniero agrónomo que oficia de asesor técnico, juega el rol de hacer cumplir las BPA. Controla que se usen los elementos de seguridad porque está convencido de que, si se cumplen, los agrotóxicos son seguros para la salud humana. Para él las intoxicaciones, la contaminación y las enfermedades no son la rutina: son “accidentes”. En la visita que hice a la explotación de Ricardo, Esteban me dice:
“¡La mayoría de los accidentes son domésticos! Te intoxicás porque no sabés lo que usás y no te cuidás.” (Diario de campo, septiembre 2017).
En todas las entrevistas y observaciones preguntaba si se habían intoxicado o si a algún trabajador que conocían le había pasado. Esteban (ingeniero agrónomo) y Ricardo (dueño de la explotación donde trabaja Esteban) me contaron de uno de los trabajadores de la explotación:
“Estaba en el taller con el hermano, en su casa (antes de trabajar para ellos), y no sé por qué tenía un bidón de 2.4D en la camioneta. Se les cayó el bidón, él lo limpió con un pullover o con una remera, y se ve que después no se lavó las manos y se tocó la cara. Al tiempo empezó a sentirse mal, nadie sabía qué tenía, se descomponía, tenía las defensas bajas, hasta que le dijo al médico lo que le había pasado y empezaron a tratarlo. Ahora tiene las defensas bajas, por lo que se enferma seguido. Yo le dije que tiene prohibido acercarse a los agroquímicos.” (Diario de campo, septiembre 2017).
Alejo también me cuenta que un conocido se intoxicó, pero “capaz que porque no usaba las medidas de seguridad apropiadas. Hay muchos que se han intoxicado por eso y entonces por precaución del mismo patrón no han fumigado más”. A él nunca le pasó porque “se cuida” y usa “guantes de goma, como los que usan ustedes para lavar los platos”. También se “lava bien las manos” cuando ha cargado líquido; cuando arma el fumigador, trata de “no tocarse la cara y la boca”. Remarca como importante el no ser fumador, ya que “a lo mejor anda con el líquido y ya agarra el pucho, y bueno…”. Otro recaudo que toma es que cuando llega a la noche se saca la ropa, la lava en el lavarropas y al otro día, aunque tenga que seguir fumigando usa una ropa limpia” (Diario de campo, septiembre 2017).
Alejo “aprendió solo a cuidarse” porque nadie lo va a hacer por él. En el mismo sentido, Oscar cuenta que en la semillera un compañero se intoxicó una vez y estuvo internado 20 días, porque cada 10 o 15 bolsas tienen que “sacar una muestra de semillas con un tarrito para analizar. Como perdemos tiempo y somos tanteros, lo hacemos con las manos para hacer más rápido, y al estar mojada la soja, se te queda en la mano y por ahí te la llevás a la boca”. Para esto no usan ni guantes, ni máscara: “Haber, hay. El que se la quiere poner se la pone”.
Ignacio tampoco recuerda haber experimentado síntomas clínicos. Sí “Alguno de contacto, no de aspiración porque todo el trabajo era a cielo abierto. Nos lavábamos las manos con jabón, y dejábamos la ropa en el campo”.
Sergio me cuenta que él antes ofrecía servicios de fumigación y se intoxicó. Le hicieron una ecografía y le dijeron que se había intoxicado con glifosato. Entonces vendió la máquina y dejó de fumigar. Igualmente, ahora tiene un fumigador viejo para el campo y cuando fumiga se le irritan los ojos y le pica la nariz. Afirma que no usa ni guantes ni máscara: “Están colgadas ahí de adorno”. Me cuenta de un caso fatal:
“Fue el hermano de un amigo mío, veinte años estuvo en el fumigador, se dedicaba, a eso. O sea, él era empleado, le tocaba fumigar. La máquina tenía aire acondicionado, todos los chiches. Pero bueno, no se ponía guantes ni nada. Empezó con problemas de salud hasta que descubrieron que era de la fumigación y tuvieron mucho tiempo tratando de ver cuál era el producto que le había hecho mal. No lo lograron y falleció. Le atacaban como dolores musculares y como gripe constante.” (Diario de campo, junio 2017).
También me cuenta otro incidente:14
“Estábamos fumigando y había un chico que quiso ayudarme abriendo las latas de 20 litros. Dejó apoyadas las tapitas y yo no me di cuenta, tampoco me avisó. Agarré la lata y de repente saltó todo para arriba y me cayó en la cabeza. Eso es veneno puro, es para matar bichos. Le saqué la manguera al matayuyo y él me miraba como diciendo: `Está loco´. Me empecé a bañar y me saqué toda la ropa. Y cuando me empecé a bañar, me puse blanco (porque el líquido se pone blanco). Bueno, ese día dejamos de fumigar; por suerte tenía otra ropa y me cambié. La ropa la tuve que tirar: nunca le pude sacar el olor.” (Diario de campo, junio 2017).
Por su parte, Pablo afirma que alrededor de las limitaciones a las fumigaciones:
“Hay mucha política, porque si no estaríamos todos muertos con el campo. Por supuesto que puede haber alguna persona que no le haya hecho caso al sistema de usar los elementos necesarios, sí. Pero en mi vida he conocido uno o dos casos nada más, y de gente que no ha sido cercana a uno. Mi mamá murió de cáncer, y si le vas a echar la culpa al glifosato, ¿cuántos años de glifosato agarró mi mamá? 5, 10. Y después ves, qué sé yo, gente que anda arriba de un fumigador toda la vida... Acá se murió un histórico fumigador que tenía 90 y pico de años. El fumigador era esos de tres ruedas, ni cabina tenía; hoy tenés filtros, cabina presurizada, muchos más cuidados. Por eso, a mí no me termina de cerrar el tema de la nocividad de la modificación genética en los alimentos y en los cultivos.” (Diario de campo, diciembre 2019).
Se relativizan los efectos de los agrotóxicos en general para la salud y se hace foco solamente en el glifosato. Respecto de la seguridad en el trabajo, no toman grandes recaudos para protegerse. Al igual que en la tesis de Diez (2014) sobre salud y padecimientos en los tabacaleros de Misiones, los casos de incidentes e intoxicaciones .son reelaborados como accidentes e imprudencias o descuidos” (Diez, 2014, p. 71), atribuyéndose toda la responsabilidad a sí mismos y a una “Mala Práctica Agrícola”. También recae en ellos la responsabilidad de medidas que “nadie les enseñó” a tomar, como “recaudos necesarios”. Las nociones o ideas que tengan sobre el riesgo estarán conformadas subjetivamente y se encuentran social y culturalmente condicionadas (Beck, 1996). Entender qué perciben como riesgo y qué están dispuestos a hacer para minimizarlo requiere de una comprensión más amplia de las relaciones laborales, familiares y de género.
La performatividad (Butler, 1990) esperada sobre la masculinidad influye en lo que es percibido como un riesgo y, sobre todo, en las formas en las que deciden cuidarse ante un eventual riesgo. En este sentido, se espera de la masculinidad hegemónica que los hombres cumplan ciertos “deber ser”: que sean fuertes, tomen decisiones, no se quejen, sean valientes, racionales y asuman riesgos (Marqués, 1997).
La forma que adopta la organización social de la masculinidad (Connell, 1997) en torno al uso de agrotóxicos y la percepción social del riesgo se relaciona con la performatividad del deber ser del hombre y la cultura del “aguante”, manipulando químicos sin recaudos ni controles suficientes. Esto los hace también víctimas del propio mandato de masculinidad (Kunin, 2021). La noción socialmente extendida de varón proveedor funciona como sostén de las prácticas de trabajo, que -sumada a las condiciones de trabajo- opacan la reflexión sobre el cuidado y el autocuidado.
En el caso de Francisco, ser cuentapropista por un lado, y tener acompañamiento de su mamá y su papá por otro, habilitan la posibilidad de una reflexión más acabada sobre los riesgos de fumigar.
Los materiales de campo nos permiten pensar que salud y cuidado no son centrales en la construcción de la identidad masculina (Keijzer, 2003). Esto parece exacerbarse en contextos de ruralidad, en parte debido a cómo está construido el discurso hegemónico de la inocuidad de los agrotóxicos. Un ejemplo de ello es Sergio, quien a pesar de haberse intoxicado una vez (y haber quedado con secuelas en su salud) sigue sin utilizar los métodos de protección.
A su vez, el discurso de las BPA está tan arraigado que, como señala Caisso (2022), suele equipararse el uso de agrotóxicos en la agricultura con el uso de plaguicidas de uso doméstico. No se tienen en cuenta los volúmenes de aplicación ni exposición a ellos como un factor para tener en cuenta. Y como también se afirma en Lucero (2019) y Lucero (2021), la responsabilidad sobre el “mal uso” o “malas prácticas” recae en los trabajadores que realizan las tareas de fumigación.
5. Reflexiones finales
En esta investigación se trabajó desde la perspectiva de la construcción social del riesgo. Tal como se describe en los apartados 3 y 4, las distintas nociones sobre el riesgo se relacionan con el lugar ocupado en la estructura social, condiciones de trabajo y desigualdades de género, a la vez que generan distintas vulnerabilidades relacionadas con estas desigualdades. Existe una relación dialéctica entre la construcción simbólica (en enunciados y prácticas) y las relaciones sociales de producción. Como ya mencionamos, no se puede analizar el riesgo sin tener en cuenta las relaciones de desigualdad en los distintos procesos de producción de la vida social (es decir, la producción material y simbólica de la vida de las personas) y la percepción o sentido social del riesgo construido. Analizando específicamente el lugar que ocupa la construcción social del riesgo y las relaciones entre agrotóxicos, salud y ambiente entre los trabajadores y productores rurales, podemos encontrar un lineamiento general que en el que sería importante continuar indagando: la diferencia entre las percepciones de aquellos que son trabajadores o productores “chicos” (trabajadores o productores con bajo nivel de capitalización y extensión) y las de aquellos capitalizados que contratan mano de obra. Es decir, el sentido social del riesgo es distinto según el grado de capitalización de los productores. No poseen la misma percepción del riesgo y las prácticas de (auto)cuidado quienes aplican directamente el producto que quienes contratan gente para hacerlo. También esta percepción cambia si se produce alimento, cereales u oleaginosas para el consumo o para la exportación. Si es para exportación, se suaviza la valoración de lo que consideran riesgo o peligro (Le Breton, 2011) para continuar con su actividad económica sin que ello les genere mayores contradicciones.
En este sentido, la fuerza que tiene el discurso de las Buenas Prácticas Agrícolas puede pensarse como un triunfo parcial del modelo del agronegocio. Esta centralidad del discurso impide que se colectivicen las intoxicaciones, que quedan aisladas e invisibilizadas como “problemas individuales”, “accidentes”, “prácticas riesgosas, eventuales”. El modelo del agronegocio pareciera que se impone como una realidad que hay que aceptar porque es así. Viene impuesto de arriba y de afuera: es así el modelo que “funciona”, es así el agronegocio. La responsabilidad de “cuidarse” es individual y en última instancia, familiar.
En términos de cuidado, se pueden esbozar dos líneas que sería importante seguir profundizando. Por un lado, el ejercicio de la masculinidad de los sujetos de estudio y la especificidad del trabajo agrícola, en el que se debe mostrar y demostrar fortaleza y hombría, no les permite ejercer el cuidado en su totalidad, especialmente el autocuidado (en términos de usar elementos de seguridad, distancias de aplicación, entre otros). Aquí, el rol de la familia ayuda a atenuar ese tipo de masculinidad. Por otro lado, también hay que tener en cuenta que en ciertos casos es mayor el temor a perder el empleo o generar menores ingresos (con lo que ello implica para la reproducción familiar) que al riesgo de intoxicarse.
El eje central de futuras investigaciones debe correrse de visiones punitivistas, comprendiendo que el sentido social del riesgo se constituye sobre la base de significados construidos históricamente, y que nunca son una totalidad cerrada.
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Notas
Recepción: 29 Junio 2023
Aprobación: 04 Septiembre 2023
Publicación: 01 Diciembre 2023