Mundo Agrario, abril-junio 2024, vol. 25, núm. 58, e234. ISSN 1515-5994
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Historia Argentina y Americana

Dosier

Concentrar para producir y disciplinar. Misiones religiosas y reducciones estatales en la región chaqueña en el siglo XX

Valeria Iñigo Carrera

Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio (UNRN - CONICET), Universidad Nacional de Río Negro, Argentina
Marcelo Musante

Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita sugerida: Iñigo Carrera, V. y Musante, M. (2024). Concentrar para producir y disciplinar. Misiones religiosas y reducciones estatales en la región chaqueña en el siglo XX. Mundo Agrario, 25(58), e234. https://doi.org/10.24215/15155994e234

Resumen: En este artículo analizamos dos proyectos de concentración y sometimiento de población indígena, las reducciones estatales y las misiones religiosas, desarrollados en la región chaqueña en la primera mitad del siglo XX. Reponemos su trayectoria y caracterizamos su funcionamiento con foco en las maneras de la creación de una mano de obra entrenada para el desarrollo de distintas formas de trabajo propias del capitalismo. Para ello, abordamos materiales secundarios y primarios producidos en acercamientos etnográficos. Nuestro argumento es que la producción de esa fuerza de trabajo encerró mecanismos no solamente económicos, sino que tuvo por objeto el control sobre los cuerpos en los espacios de trabajo y la civilización y argentinización de las subjetividades, se asoció con la privatización de los territorios e incluyó momentos de represión a la protesta. Se trata, en todos los casos, de expresiones propias del proceso de genocidio indígena y del de acumulación originaria del capital.

Palabras clave: Concentración, Reducciones estatales, Misiones religiosas, Fuerza de trabajo, Región chaqueña.

Concentrate to Produce and Discipline. Religious Missions and State Reductions in the Chaco Region in the 20th Century

Abstract: In this article we analyze two projects of concentration and subjugation of indigenous peoples, the state reductions and the religious missions, developed in the Chaco region in the first half of the 20th century. We reconstruct its trajectory and characterize its operation, focusing on the ways of creating a trained labour force for the development of different forms of work typical of capitalism. For this, we approach secondary and primary materials produced in ethnographic approaches. Our argument is that the production of this labour force contained not only economic mechanisms, it had as its objective control over the bodies in the work spaces and the civilization and Argentineization of subjectivities, it was associated with the privatization of the territories and it included moments of repression of the protest. In all cases, these are expressions typical of the process of indigenous genocide and the original accumulation of capital.

Keywords: Concentration, State reductions, Religious missions, Labour force, Chaco region.

Introducción

Sabemos que la representación social del Chaco argentino en los términos de un territorio prácticamente inexpugnable, por la naturaleza de su suelo y por aquella atribuida a sus pobladores originarios (Wright, 2008), fue corriente en los inicios del curso histórico concreto que siguió el proceso de acumulación de capital en la región. Todavía a fines del siglo XIX constituía un espacio que se resistía a ser sometido al dominio del capital y de su proyecto geopolítico. Pero también emergía, a partir de las inmensas e inexplotadas riquezas de su ambiente (Luna Olmos, 1905), como un espacio de potencialidad económica destinado a estar sujeto, desde los inicios de su colonización, a la renovada expansión de relaciones capitalistas de producción.1

Sabemos, además, que el desarrollo de las distintas agroindustrias en la región (obrajes, ingenios, plantaciones) tuvo por condición de posibilidad no sólo la apropiación privada de las tierras despojadas a quienes las ocupaban de manera histórica, sino también la disponibilidad de mano de obra indígena (Campi, Moyano y Teruel, 2017; Gordillo, 2006; Iñigo Carrera, 2010; Trinchero, 2000). Es decir, que la génesis de los mercados de trabajo maderero, azucarero y algodonero tuvo como condición la creación de una fuerza de trabajo libre: una población que, tras la destrucción de sus formas de producir la vida social, no estuviera sujeta al dominio personal de nadie y no fuera propietaria de sus condiciones materiales de existencia, encontrándose obligada a insertarse como vendedora de fuerza de trabajo.

Así es como, próximo a finalizar el siglo XIX, la mano de obra indígena en su carácter de fuerza de trabajo adaptada a las condiciones naturales de la región y barata era vista como el brazo apropiado para el desarrollo del Chaco. La necesidad de su sometimiento, pero también de su reproducción, fue clara para quienes expresaron política, militar, científica y espiritualmente el interés del capital agroindustrial (Iñigo Carrera, 1984). Decía el coronel Teófilo O’ Donnell, al mando de la División de Caballería del Chaco durante la presidencia de José Figueroa Alcorta, que “debe tenerse presente que las tribus han sido y serán por mucho tiempo el elemento material de trabajo bracero con el cual se deberá contar para la transformación de los territorios. No se trata pues de una guerra de exterminio al indígena, sino de su conquista pacífica junto con el suelo que ocupa” (Martínez Sarasola, 1993, p. 334).

Pero a ese “elemento” había que darle forma. Una vez alejado el indígena de ese suelo y atraído al trabajo, se lo debía convertir en un trabajador disciplinado. Si la introducción en determinadas prácticas laborales implicaba la colonización de la subjetividad de los indígenas, en lo material y en lo moral, las misiones religiosas y las reducciones estatales jugaron un papel insoslayable en ella, en tanto formas de coacción extraeconómica. Su creación tuvo por antecedente la Ley N° 817 de Inmigración y Colonización, de 1876, que establecía la creación de misiones con el objeto de procurar la atracción gradual de las tribus indígenas a la vida civilizada, auxiliándolas en la forma más conveniente y estableciéndolas por familias en lotes de 100 ha (art. 100). Y también la Ley N° 1.532 de Organización de los Territorios Nacionales, de 1884, que disponía el establecimiento de aquellas tribus, creando las misiones necesarias para traerlas gradualmente a la vida civilizada (art. 7) (Dirección de Información Parlamentaria, 1991).

En el espacio del Chaco argentino se crearon cuatro reducciones: en 1911, Napalpí, en el Territorio Nacional del Chaco; en 1914, Bartolomé de las Casas, en el Territorio Nacional de Formosa; y en 1936, las colonias Francisco Javier Muñiz y Florentino Ameghino, en suelo formoseño. En cada una de ellas fueron sometidas personas de diversos pueblos indígenas. En Napalpí, qom, moqoit y vilela, en Bartolomé de las Casas y Ameghino, pilagá y qom, y en Muñiz, wichí. En algunos de los años de su funcionamiento, concentraron más de 7.000 personas. Pero la producción de “indios mansos o trabajadores de la región” (Niklison, 1990, p. 13) no fue un propósito únicamente de las reducciones estatales. La reducción y radicación de indígenas y su sujeción al trabajo también fueron llevadas adelante, incluso, por empresas privadas que perseguían objetivos en mucho similares: el alejamiento de viejas actividades productivas, la implantación de nuevas, el adiestramiento en la disciplina del trabajo asalariado, la reproducción de los trabajadores indígenas en los períodos en que su fuerza de trabajo no era requerida y el abaratamiento de ésta. La colonización del espacio y de la subjetividad de los indígenas fue tarea, además, de las misiones franciscanas fundadas en el Territorio Nacional del Chaco (Misión Nueva Pompeya, que congregó personas wichí), en 1900, y en el Territorio Nacional de Formosa (misiones San Francisco de Asís del Laishí y San Francisco Solano de Tacaaglé, que agruparon a personas qom y qom y pilagá, respectivamente), en 1901.2 Éstas ofrecieron su “concurso y cooperación” –según el Prefecto de Misiones fray Pedro Iturralde (Sbardella, 1994, p. 37)‒ no sólo para la producción de un ser humano, primero, y un cristiano, después, redimible para la “civilización”, sino asimismo para la producción de un indígena asimilado a la vida nacional y de un trabajador productivo para el capital. Elena Arengo (1996) dice que, incluso, las misiones religiosas (jesuitas y franciscanas) sirvieron de –y fueron reconocidas como‒ modelo a seguir por las reducciones estatales. Pero, ¿de qué formas misiones y reducciones operaron en el sentido de aquella producción?

El objetivo de este trabajo es analizar esos dos proyectos de concentración y sometimiento de población indígena, desarrollados en la región chaqueña en la primera mitad del siglo XX, reponiendo su trayectoria y caracterizando su funcionamiento con foco en las maneras asumidas por la creación de una mano de obra introducida en y entrenada para el desarrollo de distintas formas de trabajo propias del capitalismo. La reposición de la trayectoria tiene un punto de partida (empírico y conceptual): la conquista militar de fines del siglo XIX constituyó un evento, el genocidio indígena, que estructuró, de ahí en más, las relaciones sociales en el Chaco argentino.3 Lo hizo, en tanto forma política de los inicios del curso histórico concreto que siguió el proceso nacional de acumulación de capital (o de la llamada acumulación originaria), unos en los que la violencia estatal se erigió en potencia económica destinada a la imposición de nuevas relaciones sociales (Iñigo Carrera,1988; Marx, 2001). Luego, nuestro argumento es que la producción de esa fuerza de trabajo encerró mecanismos no sólo económicos, sino que tuvo por objeto el control sobre los cuerpos en los espacios de trabajo, y la “civilización” y argentinización de las subjetividades; se asoció con la privatización de los territorios; se realizó de manera solidaria entre los distintos actores implicados, pero encerró también tensiones entre ellos; e incluyó momentos de represión a la protesta.4

Misiones religiosas: “El cura hizo poblar, hizo trabajar”

Antes los aborígenes no sabían sembrar. Andaban libres por el monte y comían lo que encontraban. Después, cuando vinieron los sacerdotes sí, ahí se conoció el algodón. Plantaron, empezaron a cosechar. La gente, los aborígenes mismos sembraban. ¿Y quién le enseñó a sembrar? Los sacerdotes franciscanos le enseñaban cómo arar, cómo preparar, en septiembre se sembraba, para que tenga una cosecha de dos, tres meses. Hoy, con toda la tecnología que hay, los ingenieros que cuenta el Instituto de Comunidades Aborígenes [agencia que atiende los asuntos indígenas en Formosa], ¿sabe cuándo manda las semillas? Enero. Y en enero tiene una sola cosecha, pésima, no es de buena calidad. Entonces cuál es el […] que el indio no trabaja, que no sabe trabajar” (Guillermo Muratalla, qom, Colonia Aborigen Misión Tacaaglé, 2004).5

El relato da cuenta no sólo del lugar que el movimiento del capital les asigna en la actualidad en la producción algodonera, sino también de las formas históricas en que los qom se constituyeron en trabajadores productivos para el capital y del papel, en este caso, de las misiones religiosas.

Luego de la expulsión de los jesuitas en 1767, la orden franciscana fue la que, en mayor medida, tuvo en sus manos la actividad misionera en la región chaqueña (Wright, 2003). Como decíamos en la Introducción, fueron tres las misiones católicas que la Congregación de Propaganda Fide fundó, iniciado el siglo XX, en los territorios nacionales de Chaco y Formosa. Misión Nueva Pompeya fue creada por el Colegio de San Diego de Salta, sobre la margen derecha del antiguo cauce del río Bermejo. San Francisco de Asís del Laishí lo fue por el Colegio de San Carlos de Santa Fe, cerca del río Paraguay. Por último, San Francisco Solano de Tacaaglé fue fundada por el Colegio de La Merced de Corrientes, sobre la margen derecha del brazo sur del río Pilcomayo. Estas misiones congregaron distintos grupos nómades de cazadores-recolectores en 20.000, 74.000 y 40.000 ha de tierras fiscales sin mensurar, respectivamente.

Su fundación fue autorizada por decretos presidenciales de Julio A. Roca, que establecían una serie de reglamentaciones comunes. Si bien el Poder Ejecutivo ejercería las funciones militares y policiales a través de un comisario y delegado especial en la misión, los misioneros estarían a cargo de su administración y gobierno, relacionándose con el gobierno nacional por intermedio del Ministerio del Interior.6 El Ministerio de Agricultura, por su parte, dispondría la mensura y división de las superficies otorgadas, contemplando en cada una de ellas la formación de un pueblo de 200 ha, la delineación de ejidos urbanos de 2.000 ha alrededor suyo y el trazado de lotes rurales de 100 ha. Mientras a cada familia que abandonara su tribu y fuera reducida se le otorgaría la posesión de un solar en el pueblo, el terreno de los ejidos sería campo de servicio común y enseñanza práctica de las familias indígenas. Cuando los misioneros consideraran que una de ellas era apta para trabajar por sí sola, le darían en posesión un lote rural de 100 ha. La superficie que no fuera entregada a los indígenas reducidos podría ser usufructuada por los misioneros en beneficio de la misión. Transcurridos cinco años de la entrega de tierras a los misioneros, y en caso de que hubieran reducido por lo menos 150 o 250 familias –según la misión de que se tratase‒, el gobierno nacional les otorgaría los títulos de propiedad; de lo contrario, se dejaría sin efecto la concesión. A la vez, los misioneros otorgarían el título de propiedad a las familias indígenas luego de diez años de residencia en la misión, sin que pudieran enajenar las tierras durante los cinco primeros años. Por último, a excepción del referido a Tacaaglé, los decretos disponían conceder una suma de dinero para la adquisición de semillas, alimentos, vestidos, animales y útiles de labor para las familias indígenas de la misiones y construcción de edificaciones (Dirección de Información Parlamentaria, 1991).

Cedidas por el gobierno nacional, las tierras de las misiones configuraban unos espacios que debían destinarse a la producción de un sujeto civilizado, cristiano, ciudadanizado, trabajador y/o colono disciplinado que coadyuvara al progreso de la región. En términos del Reglamento Oficial de las Misiones Franciscanas Indígenas del Norte en la República Argentina, aprobado por el gobierno nacional en 1914, el fin de la misión era “civilizar a los indios, incorporarlos a la vida social de la Nación Argentina, someterlos a sus leyes, procurar su conversión al catolicismo […], enseñarles a trabajar, hacerles propietarios adjudicándoles chacras […], y procurarles los medios y elementos de vida y trabajo” (art. 1). Quienes quisieran incorporarse a la misión asumían el compromiso de radicarse en ella y cumplir las obligaciones estipuladas en el reglamento a cambio de recibir racionamiento, educación y provisión de lo necesario: “[mi padre y mi madre] tenían contrato con los franciscanos, hasta 1959. Antes andaban de acá para allá y no había nada. Sembraban para los curas y aparte para ellos” (Mario Coyipé, qom, Colonia Aborigen Misión Tacaaglé, 2005).7

Desde su incorporación a la misión, los hombres se dedicarían al trabajo, las mujeres se ocuparían de los quehaceres domésticos y los niños asistirían a la escuela (art. 7). Las disposiciones referidas al trabajo eran las siguientes (arts. 23 a 52). Durante un período de prueba de seis meses, los indígenas se ocuparían en trabajos de utilidad común y trabajos productivos para la misión (corte de maderas, aserrado y conducción de las mismas para la venta y otros trabajos de taller), así como en el aprendizaje del cultivo de la tierra en las chacras de instrucción, siendo remunerados con alimentos, vestidos, medicinas y enseres domésticos. A quienes estuvieran en condiciones de trabajar por su cuenta y hubieran cumplido el tiempo de prueba, se les destinaría en propiedad una chacra y se les facilitarían los elementos necesarios para su cultivo. Los indígenas que no tuvieran trabajo en sus chacras o trabajaran sólo medio día en ellas, trabajarían en las que el Superior de la misión estableciera y en los trabajos que éste les señalara. Todos los trabajos serían remunerados con un jornal; los pagos serían en efectivo o en cheques contra el Banco de la Nación u órdenes a cargo de comercio de Formosa. Para las transacciones internas en la misión, se usarían libretas en cuenta corriente y vales a nombre de los interesados. La misión racionaría gratuitamente a todos los indígenas y sus familias, mientras no produjeran lo suficiente para vivir, en retribución a lo cual, trabajarían un día semanal en tareas de utilidad común (arreglo de calles, caminos, alambrados). Ante el pedido por parte de particulares al Superior de la misión, los indígenas podrían concurrir a trabajar temporalmente fuera de ella, arreglándose previamente el salario a percibir. El trabajo se inculcaría desde temprana edad. Fuera de las horas de clase, los niños se ocuparían en trabajos de taller y agricultura, por los que percibirían un jornal y un premio quienes ahorrasen con el jornal percibido. Pero el trabajo –en particular, en la plaza, calles y caminos públicos y sin retribución‒ sería también una de las penas o castigos con que se sancionaría a los adultos (Dalla Corte-Caballero y Vázquez Recalde, 2011).8

Sobre la base de esta reglamentación, a las familias indígenas reducidas en las misiones de Laishí, Nueva Pompeya y Tacaaglé se les adjudicó en posesión una porción de tierra que era ocupada por su rancho y chacra de experimentación. Su producción en ella era controlada en sus distintas etapas por los misioneros mismos o por un maestro inspector de chacras y destinada al autoconsumo o bien adquirida por la administración de la misión a un precio uniforme para su posterior venta. La formación en el cultivo del maíz, zapallo, batata, mandioca, poroto, legumbres se llevaba a cabo en la chacra de instrucción. A la vez, se les proveyó de semillas, animales e implementos necesarios para labrar la tierra, y de alimento y vestido. Se criaban, también, animales vacunos. Al trabajo en la chacra experimental propia –que no todas las familias tenían‒ y en la común, se le sumaron otros trabajos de utilidad colectiva: la explotación de la madera, a través de la instalación de aserraderos y carpinterías, la fabricación de ladrillos, el procesamiento de la caña de azúcar en los ingenios propios, produciendo miel y azúcar destinados a la comercialización, la producción de algodón con desmotadoras propias, la venta de cueros de animales, plumas de avestruz y cera en localidades cercanas. El cultivo del algodón y el aprovechamiento de las maderas eran, por ejemplo, las dos producciones principales desarrolladas en Laishí, ubicada en tierras fértiles con abundantes pastos, aguadas y bosques –a diferencia de las malas condiciones de las tierras de Nueva Pompeya y Tacaaglé‒. Los ensayos con diversas variedades de semillas de algodón se iniciaron a principios de la década de 1900. En cuanto a las maderas, el aserradero permitiría la educación del indígena y la adquisición de hábitos de orden y de método en el trabajo y en todas las manifestaciones de la vida (Luna Olmos, 1905). Porque la instrucción de los indígenas reducidos no era sólo en las labores productivas, sino que era también una moral, civil y religiosa.

En 1908, se estimaban en cuarenta las familias asentadas en la misión de Tacaaglé, habiéndose duplicado esa cantidad ocho años más tarde –lejos del número estipulado para que los misioneros obtuvieran el título definitivo de propiedad de las tierras (Iturralde, 1909, 2002/2003 [1916]) ‒. Por su parte, en 1909, la misión de Laishí contaba con 156 familias. No llegaron a existir indígenas que detentaran la condición de propietarios de tierras, para lo que –recordemos‒ cada familia debía acreditar diez años de residencia en la misión (Beck, 2022). Por cierto, las formas del trabajo comprendidas en ese ámbito sedentario entraban en conflicto con las formas en que históricamente organizaban la producción de su vida social aquellos a quienes se quería convertir en civilizados, cristianos, ciudadanos, trabajadores y/o colonos. Era esta una tensión que, por un lado, se les aparecía a los misioneros como indolencia y falta de apego al trabajo. Por otro lado, se trataba de una tensión que los indígenas resolvían en las retiradas estacionales al monte circundante para cazar, pescar y recolectar. La movilidad implicada en estas actividades, a la vez que se presentaba como una forma de resistencia al trabajo agrícola, actualizaba una excesiva proximidad con la naturaleza que debía quedar en el pasado. Pablo Wright (2008) dice que, en los intentos franciscanos por lograr la conversión de los qom y wichí, trabajo, misión y colono se constituyeron en la contraparte de marisca, desierto e indio.

Desde sus inicios, las misiones sufrieron dificultades de finanzas. Aun con los subsidios que el gobierno nacional adjudicaba, en mayor medida a Nueva Pompeya y Laishí, la falta de dinero dificultó, por ejemplo, el deslinde de las tierras otorgadas para la creación de la misión de Tacaaglé y su efectiva toma de posesión. Esta situación de desfinanciamiento se repetiría a lo largo de su trayectoria, por lo que los franciscanos expulsaban a indígenas de la misión, o bien ellos mismos la abandonaban. Según el fray Pablo Rossi, el mayor problema era “la incertidumbre respecto a las seguridades que podemos ofrecer a los indios sobre la posesión y propiedad de las tierras que cultivan” (Dalla-Corte Caballero, 2013, p. 8). Los misioneros atribuían aquella situación a la intención de las autoridades civiles locales y nacionales de hacer caducar la misión, por no haber respondido a los fines de su creación y por su precaria organización y administración. Para aquellas autoridades, los pocos avances en relación con el propósito de las misiones se evidenciaban en la persistencia en la desnudez, en el desarrollo de la vida “como en pleno desierto, en tolderías miserables, con los mismos hábitos y costumbres salvajes” (Luna Olmos, 1905, p. 25), en las pocas hectáreas sembradas. De resultas, concluían que el sistema de reducción apropiado era la ocupación del desierto con la población, es decir, la colonización. Lo que estaba en debate, detrás de las tensiones entre las autoridades civiles y religiosas en torno a la competencia reduccional en relación con los indígenas de unas y otras (Giordano, 2003), era la disputa por las tierras y sus recursos. Desde el inicio de su distribución, las tierras fueron objeto de un proceso de concentración de grandes extensiones en pocas manos, motivado en gran medida por la especulación inmobiliaria, evidenciada en la no implantación ni de población ni de capital ni de trabajo. Cuando fueron puestas en producción por el capital, fueron dedicadas a la explotación forestal9 y a la ganadería extensiva,10 primero, y al cultivo del algodón,11 después. Pero, también, la competencia era por la mano de obra indígena y su empleo en esas industrias. Los misioneros de Nueva Pompeya denunciaban a los mayordomos de los ingenios azucareros que alejaban a los indígenas de la misión (Beck, 2022).12

Hacia mediados del siglo XX, los problemas que de manera histórica habían atravesado las trayectorias de las misiones religiosas se habían acentuado. Su deterioro evidente se tradujo en la reducción del número de colonos indígenas, el abandono de las tierras cultivadas o su despojo por los colonos “blancos”, la consecuente no justificación de la extensión de tierras concedidas, la consolidación como espacios de reserva de fuerza de trabajo disponible para obrajes, ingenios y chacras. Por fin, a fines de los cuarenta se produjo el retiro de los franciscanos de la Misión Nueva Pompeya. Por su parte, el gobierno nacional canceló la concesión de la misión de Tacaaglé en 1958, quedando las tierras en manos de la ya inaugurada gestión provincial.13 Tanto Laishí como Tacaaglé se constituyeron en pueblos criollos mientras que los qom fueron corridos hacia los márgenes de lo que fueran las concesiones otorgadas a los franciscanos, lejos del trazado de los pueblos y de las viejas instalaciones de las misiones.14 Este corrimiento y la consecuente pérdida de tierras en manos de los colonos vecinos son hoy motivo de reclamo:

“este lugar es muy histórico […] el centro mismo, donde hoy es uno de los lugares turísticos, era el lugar donde vivían nuestros padres, o sea, donde está la municipalidad, la escuela, la policía, era población de indígenas. La iglesia, donde está ahora, vivían los misioneros, y ahí trabajaban, y era como un centro de trabajo, ahí se concentraban y trabajaban porque ahí vivía el cura. Y toda esa tierra pertenecía a nuestros antepasados, esa tierra era nuestra […] está en manos de criollos” (Arcadio Castorino, qom, Colonia Aborigen Misión Tacaaglé, 2004).15

Reducciones estatales: “Los hacen trabajar todo el día”

Como decíamos en la Introducción, el Estado nacional creó cuatro reducciones en los territorios nacionales de Chaco y Formosa. Las fundadas de manera más temprana fueron Napalpí, cercana a la actual ruta nacional N° 16, a unos 130 km de Resistencia, y Bartolomé de Las Casas, sobre la actual ruta nacional N° 81, a unos 170 km de Formosa. Estas reducciones también reunieron grupos indígenas nómades y cazadores-recolectores sobre una extensión de 20.000 y 28.657 ha de tierras fiscales, respectivamente. En el decreto N° 3.626 del 27 de octubre de 1911, firmado por el presidente Roque Sáenz Peña, se establecía la creación de la Reducción Napalpí, sobre la base del “deber constitucional del gobierno de la Nación en la reducción pacífica de las tribus indígenas y [de] que su incorporación a la civilización debe darse por medios puramente pacíficos”. En su art. 3 refería que “una prolongada experiencia ha puesto de relieve las aptitudes del indio del Chaco y Formosa, para el trabajo en los ingenios de azúcar, los obrajes de madera y las cosechas de algodón, construyendo así un importante factor económico que es indispensable conservar”. Por su parte, el decreto del presidente Victorino de la Plaza, del 20 de junio de 1914, por el que se creaba la Reducción Bartolomé de las Casas, recuperaba en sus considerandos “la experiencia positiva” de Napalpí: la reunión de familias indígenas dedicadas al trabajo y receptoras de instrucción moral.

Es así como, al igual que las misiones religiosas, las reducciones estatales concentraron, a su interior, personas de un grupo social recortado a partir de una característica particular, su etnicidad, y de una potencialidad, su condición de “factor económico”. De esta manera, las reducciones se constituyeron, por un lado, en espacios funcionales al corrimiento de la frontera interna con el indígena, habilitando tierras para los colonos de acuerdo con una política de privatización. Por otro, en espacios de concentración de la mano de obra para satisfacer sus propias necesidades y las de empresas privadas. Y, finalmente, en espacios para implementar un sistema de control sobre los indígenas sobrevivientes de las campañas, reforzando las relaciones de dominación y subordinación entre su agencia y la agencia estatal (Beck, 2022; Giordano, 2005; Iñigo Carrera, 2010; Musante, 2018).

A pesar de que esa constitución debía materializarse en un espacio que fuera de administración estatal, ofrecían una experiencia concentracionaria en mucho similar a la de las misiones religiosas.16 Su inmersión era en la explotación forestal, produciéndose rollizos y postes, y en los trabajos agrícolas, sembrándose algodón, alfalfa, caña de azúcar, mandioca, papa, maíz. Pero esa experiencia concentracionaria encontraba ciertas particularidades vinculadas con las formas de ejercer el control sobre la población: poder de policía, rondas de control, marcaciones negativas, castigos, deudas, listados, trabajos forzados.

El poder de policía se ejerció de muy diversos modos en las reducciones estatales. Si bien no recuerda la existencia de alambrados que cercaran todo el perímetro de Bartolomé de las Casas, Rosa Qadeite Palomo, anciana pilagá, sí menciona que había patrullajes y recuerda la salida del lugar en los términos de un “escape”: “Había gendarmes en la zona. En la reducción no estábamos encerrados, pero sí había controles [...]. Estuve un año ahí, pero mi familia después decidió escaparse. Se fueron escapando de a poquito, muchas familias”.17 Del mismo modo, una foto tomada en 1924 por el antropólogo alemán Robert Lehmann Nitsche en Napalpí muestra a un oficial que desde lo alto de una estructura vigila el ámbito cercano a los edificios de la administración, almacén y lugares de guardado de lo producido por los trabajadores indígenas. Bernardino Paz, qom, recuerda en el mismo sentido que “las zonas cercanas a la administración y a los almacenes eran cerradas con varillas de hierro” y que “los blancos hacían rondas de control con fusiles Remington”.18 Otra de las formas de control al interior de Napalpí era a través de las marcaciones con la utilización de brazaletes (Dávila, 2015; Giordano, 2011; Musante, 2018), fundamentalmente en la época de la masacre perpetrada en 1924,19 que “diferenciaban a los indígenas buenos de los que iban a terminar como en la matanza”.20 Los brazaletes implicaban un fuerte símbolo productor de terror ya que la gran mayoría de los indígenas reducidos “no hablaban en castilla, todos tenían miedo de que los maten por no tener un brazalete”.21 En un mismo sentido, la existencia de listados de personas, y sus categorizaciones subjetivas, reforzaba el poder sobre los indígenas reducidos, considerando los riesgos implicados de ser expulsados de la reducción y tener que transitar luego por el territorio aún militarizado con el estigma de esa marcación negativa. En agosto de 1930, el inspector de la Comisión Honoraria de Reducciones Indígenas, Carlos Baudrix, expulsaba a 35 personas de la reducción de Napalpí. Los motivos esgrimidos para su expulsión eran: “poca laboriosidad”, “inaptitud para el trabajo que generará que sólo genere deuda sin esperanzas de pago”, “tuberculoso”, “propaganda insidiosa contra la administración”, “curandero”, “expulsado por vender su cosecha de algodón a comerciantes cercanos” o haber participado de la “sublevación de 1924”.22 Los indígenas “dejados en libertad” serían conceptualizados en términos de salvajes.

En esta lógica de la dicotomía civilización/barbarie operaron las escuelas e internados infantiles que funcionaron al interior de las reducciones como otros espacios en los que, por un lado, se impartía instrucción práctica en determinado oficio o labor e instrucción civil. La formación como ciudadanos argentinos también fue una tarea desarrollada en el ámbito de las reducciones. Un informe de la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios de 1936 incluye fotografías tomadas en Napalpí y Bartolomé de las Casas en las que se puede ver a mujeres, hombres, niños, niñas, ancianos y ancianas siendo retratados en largas filas jurando a la bandera. Del mismo modo, un testimonio recuperado por Chico y Fernández (2008) muestra la relación entre la bandera y el trabajo: “La regla de la bandera era que al aclarar el día el aborigen veía la bandera izada y tenía que estar en su puesto como hachero o cosechero, y no abandonarlo […] y después, al anochecer, cuando estaba entrando el sol la izaban de vuelta para dejar el trabajo hasta el otro día”. Por otro lado, en las escuelas e internados se disciplinaba la conducta, por ejemplo, a través del apartamiento compulsivo de los niños y niñas de sus familias y su posterior reclusión: “Para los chicos, había un internado [en Bartolomé de las Casas]. Las monjas los tenían encerrados una semana para estudiar. Algunos no querían dar a los chicos. […] mi abuela peleaba para que no le saquen al chico, ella no quería que el chico esté ahí. A veces los domingos las madres los veían un rato”.23

A estas formas de disciplinamiento se sumaba otra: el círculo vicioso de deuda al que eran compelidos los indígenas reducidos que sólo podían comprar víveres e insumos en la despensa de las reducciones y por lo tanto contraían una obligación económica con la institución que recién era saldada al momento de entregar lo producido por su trabajo. El mencionado informe de la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios describe la deuda que se generaba para los indígenas al momento de entrar en Napalpí: “Al ingresar a la colonia, el administrador les impone sus deberes. [...] Para sus necesidades inmediatas se les da un crédito y al final de la cosecha, verificada la venta, se les descuenta del total lo adelantado en víveres, útiles o ropa” (CHRI N°4, 1936). Como afirma Elena Arengo (1996), el poder de la deuda producía una relación social de dependencia frente a una situación anterior de autonomía y libertad. Las deudas generaban repetidas denuncias sobre los colonos y/o cosecheros indígenas que no cumplían con sus obligaciones. Uno de sus objetivos era mantenerlos “en falta” y bajo amenaza de expulsión.

Esas obligaciones se establecieron de manera muy estricta en los reglamentos para indígenas y personal administrativo implementados en la reducción de Napalpí a partir de 1925, un año después de la masacre. Uno de ellos, para los empleados de las administraciones, contratados por el Ministerio del Interior de la Nación, y otros dos con las obligaciones de los indígenas reducidos. En ellos se evidencia lo que pretendía el sistema reduccional a pesar del discurso público en el que propendía a la civilización a través de la agricultura: “es requisito indispensable para solicitar y obtener chacra en la Reducción ser indígena, ser hombre fuerte y sano y haber acreditado en el Registro de Indios y ante la Administración su capacidad para el trabajo demostrada con seis meses de labor en el obraje” (art. 1); “no se concederá chacra bajo ningún pretexto al indígena que se niegue a trabajar en el monte” (art. 2); “el indígena que haya obtenido una chacra de acuerdo al presente reglamento, estará obligado a trabajar como hachero en el monte” (art. 3); “el indígena que una vez obtenida la chacra faltare a algunas de las disposiciones de los artículos 2 y 3, será objeto de la anotación correspondiente en su ficha personal del Registro de Indios, y una vez levantada la cosecha será desalojado de la chacra como castigo de su falta y entregado ese campo inmediatamente a otro solicitante” (art. 4).24 Otras disposiciones de las reglamentaciones fueron en mucho similares a las que rigieron en las misiones religiosas: preveían la entrega en propiedad de la tierra una vez que el colono indígena hubiere cumplido con el trabajo y la ocupación de como mínimo cinco años en la reducción; el administrador de cada reducción, en representación del Estado, era el intermediario legítimo y necesario entre los trabajadores indígenas y los actores económicos del afuera que les proveían de insumos y/o les compraban las materias primas y productos elaborados, con lo que se prohibía a todo colono vender de manera directa al intermediario o al comerciante cualquier producto de su chacra (art. 10), so pena de ser denunciado por contrabando.

Las disposiciones, además, encerraban la existencia de una división social del trabajo que se constituyó en otra de las formas que adquirió el control sobre las subjetividades. Quienes, se consideraba, mostraban aptitud y capacidad para las labores agrícolas eran colocados bajo la figura de colonos, mientras que los restantes trabajadores fueron ocupados en diversas tareas (carreros, hacheros, albañiles, carpinteros, cosecheros) y eran cambiados constantemente de una a otra al arbitrio de la administración. Sus roles en los tipos de trabajo representaban diferencias jerárquicas y ascensos y descensos en la estructura burocrática con sus implicancias en las formas de control sobre y en las fracturas internas entre las familias reducidas. A la vez, las condiciones de trabajo en las reducciones fueron una forma de explotación. Juan Ballestero, un anciano pilagá de Bartolomé de las Casas, describe las tareas que realizaba de este modo: “Siempre palo, palo, palo. Nosotros sufrimos mucho. Yo estaba en el obraje, pero sólo con el hacha. No había algodón, sólo obraje. Era hacha, hacha, hacha”.25 En un sentido similar, Ernesto Gómez, pilagá26 y sobreviviente de la masacre de La Bomba, describió las condiciones de sometimiento en la reducción:

“En Bartolomé a nuestros padres los tienen mal alimentados y los hacen trabajar todo el día en los rollizos, en el quebracho colorado. Levantar rollos de cuatrocientos, mil kilos y los llevan en bueyes al aserradero. Algunos trabajan para limpiar las calles hasta Fontana [localidad ubicada a pocos kilómetros de la ciudad de Resistencia]. Y cuando llegan las langostas, los chicos trabajan quemando. Nos tratan mal”.27

Un último rasgo no menor de las reducciones estatales es que, con las ganancias producidas por el trabajo de los indígenas se sostenía su funcionamiento. Por cierto, ya fuera con el trabajo en el obraje o con la ocupación en tareas agrícolas, los indígenas debían costear su alimentación, vestuario, educación y civilización, según afirmaba el presidente Marcelo T. de Alvear en los considerandos del decreto firmado el 11 de enero de 1927 de ampliación de las funciones de la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios. Como mencionamos anteriormente, según el art. 11 del reglamento, cada colono de la reducción debía pagar un 15% del producto de su cosecha de algodón y de maíz a la administración, el cual sería destinado por la Comisión a cubrir los gastos de compra de las bolsas para cosechar algodón y maíz y el hilo para coserlas, de transporte de la cosecha hasta la estación del ferrocarril, de arreglo de caminos, y de creación y sostenimiento de nuevas escuelas dentro de la reducción. No obstante los buenos resultados que eran destacados en un inicio por el primer director de la reducción de Napalpí, Enrique Lynch Arribálzaga, en 1914, o por el presidente de la nación Victorino de la Plaza, en 1915, la Comisión Inspectora de Tierras señalaba, cuatro años más tarde, además de la falta de una población estable, y las condiciones de vida similares que en el monte circundante a la misión, el deterioro financiero de la reducción (Beck, 2022).28 A ello se relacionaba que no sólo se sostenían las propias reducciones con el trabajo indígena sino que también una parte de lo producido se destinaba a sostener el proyecto de las misiones religiosas. En efecto, la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios, que se financiaba con las ventas de las reducciones estatales, dejó asentado en sus balances el destino de pagos en forma de subvención para las tres misiones mencionadas en el apartado anterior y otros dirigidos específicamente a Pedro Iturralde, Prefecto de Misiones.29

Finalmente, al igual que lo sucedido con quienes fueron asentados en las misiones religiosas, nunca se entregaron títulos de propiedad sobre la tierra a los indígenas de las reducciones. Por el contrario, la entrega y quita discrecional de lotes fue utilizada por las administraciones como un modo de control y sometimiento. Se configuró, en las reducciones también, su condición de individuos libres, en el sentido de privados –sino de manera total, sí en forma parcial‒ de sus condiciones materiales de existencia y necesitados, en consecuencia, de vender su fuerza de trabajo de modo de alcanzar la reproducción social de la vida. Rosa Qadeite Palomo, sobreviviente de la masacre de La Bomba,30 recuerda que “cuando escapamos [de Bartolomé de las Casas] fuimos a lo de un señor que siembra algodón y ahí quedó toda la familia. Ya después fuimos de un sembrado a otro. Después de eso, toda la vida fue peregrinar de un patrón a otro. De una cosecha a otra”.31 La reducción se muestra como el tránsito de un momento a otro. Tras su paso por ella, los indígenas serán plenamente incorporados al sistema de trabajo capitalista, sostendrán el desarrollo de las distintas agroindustrias y ya nunca dejarán de trabajar en condiciones de explotación. En tanto, tras el retiro del Estado nacional en 1956, las reducciones de Napalpí,32 Bartolomé de las Casas y Muñiz fueron reconvertidas en pueblos en los que habitan personas indígenas y otras criollas con las que sostienen conflictos interétnicos por la propiedad de la tierra.33

Conclusiones

La creación de misiones religiosas y reducciones estatales en el Chaco argentino no fue antagónica a la realización de las campañas militares. Antes bien, una y otra fueron expresión, de manera solidaria, de un mismo proceso: el de acumulación de capital en su momento inicial, uno en el que la violencia estatal directa y otras formas de coacción extraeconómica se erigieron en potencia económica (Iñigo Carrera, 1988; Marx, 2001). En el informe realizado sobre su campaña militar de 1911 a la región, el coronel Enrique Rostagno sostenía la necesidad de fortalecer la línea de fortines y realizar patrullajes periódicos hacia los territorios indígenas aún no sometidos. Esta militarización de esos territorios no hacía sino crear la necesidad de los grupos indígenas sobrevivientes de incorporarse a misiones y reducciones con vistas a resguardar su vida. Además, si aquella militarización implicaba que para transitar por los territorios los indígenas debían mostrar un salvoconducto que los autorizara, administradores de las reducciones y frailes de las misiones –también, empleadores de los ingenios‒ emitían autorizaciones para demostrar su condición de pacificados y trabajadores (Gordillo, 2006; Wright, 2003) y para evitar conflictos con las tropas de ocupación o la policía (Lynch Arribálzaga, 1915). Por otro lado, escapar de las misiones y reducciones resultaba en una respuesta punitiva por parte de las fuerzas militares para con los indígenas sometidos. Por ejemplo, el escape (“éxodo”) de familias indígenas de la misión de Laishí resultó en “el combate de febrero de 1910, con fuerzas del [Regimiento] 9 de Caballería [del Territorio Nacional de Formosa], en el que murieron más de 200 indígenas”.34 De igual manera, al año siguiente, se implementó por un decreto del 10 de abril el “Refuerzo de Gendarmería en las misiones religiosas”,35 que implicaba la creación de puestos en las misiones franciscanas, a cargo del Comisario general de las misiones, fray Pedro Iturralde. El vínculo entre lo civil, lo religioso y lo militar se expresó, por último, en las tres masacres masivas de personas indígenas ocurridas en la región chaqueña durante la primera mitad del siglo XX. Las ya mencionadas masacres de Napalpí, en 1924, y de La Bomba, en 1947, así como la de El Zapallar, en 1933,36 tuvieron relación con las reducciones. La más evidente en este sentido fue la primera de las matanzas en tanto tuvo lugar en la propia reducción como respuesta punitiva estatal dentro de un espacio organizado por el mismo Estado. Sin embargo, no son menores los vínculos con los otros dos hechos de violencia estatal, ya que la masacre en La Bomba ocurrió ante la negativa de los pilagás de concurrir a la reducción de Bartolomé de las Casas (Lenton, Mapelman y Musante, 2020), y ya que los moqoit sobrevivientes a la masacre de El Zapallar fueron incorporadas forzadamente a Napalpí.

Pero misiones y reducciones no sólo fueron contemporáneas a las campañas militares, sino que, como vimos, su creación se vio igualmente entramada con otro frente civilizador: el desarrollo de distintas agroindustrias con la consiguiente demanda de mano de obra barata y la privatización de los territorios a través de la entrega de tierras a colonos agrícolas, establecimientos industriales y grandes terratenientes dedicados ya no a alguna producción sino a la especulación inmobiliaria. Esta trama de frentes civilizadores promovió y se sostuvo en un proceso de desterritorialización abierto por el capital, en los inicios de su acumulación y en su acumulación propiamente dicha, y por el Estado, en su formación y consolidación mediante un proceso genocida, en el que la movilidad de los indígenas no fue sólo el corrimiento por el avance militar sino también el traslado de los sobrevivientes hacia los enclaves productivos o bien hacia las misiones religiosas y reducciones estatales, espacios a los que se los intentó fijar. Fijación que sólo fue bajo condiciones de subalternidad. No sólo los indígenas reducidos fueron desposeídos o expropiados de sus medios de producción, en particular de la tierra, y más todavía, fueron despojados de una particular relación con ella y de una forma específica de organización de la vida social y de apropiación de la naturaleza mediante el trabajo, como medio para explicar la proletarización (Nichols, 2015). Tampoco recibieron la propiedad de las tierras en las que fueron reducidos durante el funcionamiento de misiones y reducciones, a la vez que el control sobre su trabajo en su proceso de proletarización funcionó como una forma de presión e incluso de promoción de delación y de posibilidad de represión y muerte.

De ahí que, en sintonía con lo observado por Sai Englert (2020) respecto de la formación de las sociedades producto del llamado colonialismo de asentamiento, el exterminio o la asimilación de los indígenas no hizo sino ir de la mano con su producción como trabajadores y su explotación en su condición de tales. Orientados hacia la labor agrícola en general y el cultivo del algodón en particular, disciplinados en la organización de los procesos de trabajo, adiestrados en la comercialización de su producción, administrados en su subsistencia e instruidos escolar, moral y religiosamente –todo ello, en el marco de su radicación en misiones religiosas y reducciones y colonias estatales‒, los indígenas fueron objeto de una doble conversión: en productores mercantiles y trabajadores asalariados. Pero, el curso histórico concreto que siguió el proceso de acumulación del capital en la región los determinó como una población cada vez más excesiva para los requerimientos de valorización del capital, en esa doble condición. En este trabajo procuramos desplegar, en su especificidad, las relaciones sociales implicadas en aquellos inicios.

Agradecimientos

Agradecemos a los/as evaluadores/as cuyos comentarios enriquecieron el trabajo.

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Notas

1 En este sentido, días antes de la masacre ocurrida en la reducción de Napalpí (véase más adelante), el 16 de julio de 1924, el diario La Nación publicó la nota “Los campos del Chaco son excelentes para el cultivo del algodón”, que refleja la necesidad de “campos libres” para el desarrollo de los cultivos.
2 Si bien en este trabajo enfocamos el análisis en las experiencias misioneras que en dichos territorios nacionales encarnaron la llamada “Segunda Evangelización del Chaco” (Giordano, 2003, p. 11), se entiende que aquellas experiencias, por un lado, comprendieron misiones de otras filiaciones religiosas y, por otro, no fueron en sí mismas homogéneas. No obstante, excedería los objetivos de este trabajo el abordaje exhaustivo de todas ellas. Para una aproximación a la complejidad del fenómeno en el Chaco argentino, véase, además de los/as autores/as recuperados/as en el desarrollo del trabajo, Ceriani Cernadas (2008, 2017, 2023), Espinosa (2015), Montani (2015), entre otros/as.
3 Para el análisis de la estructuración del Chaco y de la Patagonia norte argentinos en esos términos, véase Delrio, Malvestitti, Escolar y Lenton (2018), Mignoli y Musante (2018), Nagy (2019), Pérez (2016) y Trinchero (2009), entre otros/as.
4 El análisis propuesto, así como los materiales que lo sustentan, son fruto de dos trayectorias de investigación –individuales, pero a la vez colectivas‒ distintas, con lo que los énfasis puestos o los elementos considerados a la hora de mirar el papel de reducciones y misiones, así como los alcances o niveles de abstracción de las miradas, pueden no ser enteramente coincidentes. No obstante, el ejercicio comparativo, en base a una serie de variables y en pos de un mismo argumento, resulta productivo para establecer y dar cuenta tanto de variaciones como de invariancias, tanto de diversidad como de continuidad en la vida social (Balbi, 2017).
5 Entrevista realizada por Valeria Iñigo Carrera.
6 Durante la década de 1910, se incrementó la tutela estatal sobre su accionar cuando su administración y fiscalización se instituyeron en atribuciones de la Comisión Financiera Honoraria de Reducciones de Indios, la que, entre otras cosas, controlaría la inversión de los fondos provenientes de las subvenciones y subsidios asignados por el gobierno. Luego, su inspección se constituyó en facultad de la entonces devenida Comisión Honoraria de Reducciones de Indios (Teruel, 2005).
7 Mario Coyipé, qom, Colonia Aborigen Misión Tacaaglé, Formosa, 2004. Entrevista realizada por Valeria Iñigo Carrera.
8 En relación con la administración de la misión, el Reglamento establecía que le pertenecerían los subsidios y asignaciones del gobierno nacional, el producto de la venta de las maderas extraídas de los bosques, el usufructo de las tierras arrendadas a personas ajenas a la misión y las utilidades provenientes del intercambio de mercaderías y de productos agrícolas e industriales de la misión. Como los indígenas eran considerados menores de edad, estos bienes serían administrados por los misioneros, bajo la dirección del Prefecto o Superior de las Misiones y con la intervención de la Comisión Financiera y la Dirección de Territorios Nacionales (arts. 53 a 60). En lo relativo a los bienes de los indígenas, les pertenecerían los objetos poseídos al momento de incorporarse a la misión, los entregados para uso personal y doméstico, los animales y herramientas adquiridos en la misión con el fruto de su trabajo, los jornales ganados y lo comprado con ellos, los productos de sus chacras, de la caza y de la pesca, las chacras concedidas en propiedad y las mejoras introducidas, no pudiendo enajenarlas ni vender los elementos de trabajo recibidos o sus productos sin previa autorización del Superior (arts. 61 a 65) (Dalla Corte-Caballero y Vázquez Recalde, 2011).
9 La riqueza forestal y su aprovechamiento se constituyó, a mediados de la década de 1890, en el atractivo económico más importante para la penetración en el Chaco argentino (Zarrilli, 2000). Desde entonces y hasta los 30, se establecieron obrajes madereros y aserraderos para la fabricación y comercialización de postes de quebracho colorado y para la obtención de carbón vegetal y tanino.
10 La actividad ganadera se caracterizó por un uso extensivo del suelo, un escaso nivel tecnológico de las explotaciones y una rusticidad del ganado, estando destinada a proveer a los obrajes los animales para acarreo y transporte y el alimento para consumo de los trabajadores (Brodersohn y Slutzky, 1975).
11 La producción algodonera se abrió paso hacia comienzos de 1920, de manera más contundente en el Territorio Nacional del Chaco que en el de Formosa (Brodersohn, Slutzky y Valenzuela, 2009). Esta producción se caracterizó, hasta su mecanización, por requerir abundante mano de obra de manera intensiva en las labores culturales. Fue la producción que absorbió en mayor proporción la masa de brazos indígenas de la porción oriental de la región chaqueña (Bartolomé, 1972). Su incorporación fue como trabajadores asalariados de temporada en carpida y cosecha, y como pequeños productores mercantiles de algodón en bruto con una tenencia precaria de la tierra y con escasas o nulas posibilidades de acumulación. Históricamente, se cristalizó una dualidad bien marcada: la existencia de grandes unidades privadas dedicadas a la producción pecuaria y forestal y de pequeñas explotaciones agrícolas asentadas sobre tierras fiscales (Iñigo Carrera, 2008).
12 Por supuesto que la relación entre unos y otros no puede ser leída en un solo sentido. Piccinini & Trinchero (1992) refieren los vínculos entre los ingenios azucareros y las misiones anglicanas en el noroeste chaqueño entre 1910 y 1940, en los términos de la mediación de estas últimas en la sedentarización de los indígenas para una captación más ordenada y sistemática de la mano de obra. Ceriani Cernadas (2015) también aborda la articulación entre misioneros e ingenios.
13 El Territorio Nacional de Formosa fue declarado provincia en 1955, por medio de la Ley Nacional Nº 14.408, mientras que el de Chaco lo fue en 1951 por la Ley Nacional N° 14.037.
14 Por ejemplo, los qom de Tacaaglé fueron relocalizados a 4 km del centro del pueblo donde se encuentra la capilla de la misión, en la llamada Colonia Aborigen, con una superficie de sólo 448 ha.
15 Entrevista realizada por Valeria Iñigo Carrera.
16 En un inicio, la reducción quedó bajo la órbita del Ministerio de Agricultura de la Nación, que debía proporcionar las semillas, herramientas agrícolas y animales de labor para trabajar las tierras. Luego, con la disposición de que la Dirección General de Territorios Nacionales se hiciera cargo del trato con los indígenas y ejerciera la superintendencia de las misiones y reducciones, el Ministerio de Agricultura entregó la administración de la reducción al Ministerio del Interior. Bajo su órbita, la ya mencionada Comisión Financiera Honoraria de las Reducciones de Indios se encargaría de la venta de los productos y la compra de los artículos necesarios, del nombramiento, suspensión o separación del personal de las reducciones, de la formulación de su presupuesto, de su inspección (Beck, 2022). Desde 1916 y hasta 1946 fue la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios el organismo que tuvo en sus manos su control. Después de ese año, y hasta la provincialización de los territorios nacionales, pasaron a estar a cargo de la Dirección de Protección al Aborigen que dependía de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social, directamente bajo la Presidencia de la Nación (Musante, 2018).
17 Entrevista realizada por Marcelo Musante en Pozo del Tigre, en 2012.
18 Entrevista realizada por Marcelo Musante en Colonia Aborigen Chaco, en 2015.
19 El 19 de julio de 1924 fuerzas policiales llevaron a cabo una matanza de personas qom y moqoit en respuesta a su demanda de mejores condiciones de trabajo, de la posibilidad de salir del ámbito del territorio nacional y concurrir a los ingenios azucareros –en el marco de la preocupación del gobierno local por que la fuerza de trabajo reducida se volcara a la producción algodonera en expansión‒, de la no quita por parte de la administración del 15% al momento de adquirir el algodón a los indígenas (Bergallo, 2004; Chico & Fernández, 2008; Cordeu y Siffredi, 1971; Giordano, 2005; Iñigo Carrera, 1984; Lenton, 2005; Mapelman y Musante, 2010; Salamanca, 2008; Trinchero, 2009).
20 Bernardino Paz, Colonia Aborigen Chaco, 2015. Entrevista realizada por Marcelo Musante.
21 Bernardino Paz, Colonia Aborigen Chaco, 2015. Entrevista realizada por Marcelo Musante.
22 Archivo Histórico Provincial del Chaco, Caja Aborígenes, Documento Nº 16, 1930.
23 Entrevista realizada por Marcelo Musante a Rosa Qadeite Palomo en Pozo del Tigre, en 2012.
24 Expediente Nº 19.661 Letra A “Sobre la explotación de bosques de las reducciones de indios”. Ministerio de Agricultura. Archivo Intermedio del Archivo General de la Nación. Fondo Expedientes Generales. Legajo Nº 26. Año 1926.
25 Entrevista realizada por Marcelo Musante en Bartolomé de las Casas, 2013.
26 Ernesto Gómez, pilagá, Pozo del Tigre, 2015. Entrevista realizada por Marcelo Musante.
27 Entrevista realizada por Marcelo Musante en Pozo del Tigre, en 2015.
28 En este contexto de crisis, las reducciones tuvieron, al igual que las misiones religiosas, conflictos con colonos e industriales vecinos. Dice Hugo Beck (2022) que los restantes obrajeros del Territorio, también afectados, reclamaban por la competencia desleal implicada por la reducción Napalpí al no abonar derecho de monte y tener una rebaja del 50% en los fletes del ferrocarril.
29 Memorias del Ministerio del Interior 1921/22, 1926/7, 1927/28. Archivo General de la Nación.
30 Sobre esta matanza perpetrada contra el pueblo pilagá en octubre de 1947, en el Territorio Nacional de Formosa, véase Mapelman (2015) y Lenton, Mapelman y Musante (2020).
31 Entrevista realizada por Marcelo Musante, en Pozo del Tigre, en 2012.
32 Napalpí cambió su nombre por el de Colonia Aborigen Chaco; sustitución resistida por las comunidades de la zona, ya que, como planteó el historiador qom Juan Chico, implicó el borramiento de la forma en que se llamaba el lugar donde ocurrió la masacre. Una de las medidas reparatorias de la sentencia del Juicio por la Verdad, llevado a cabo en 2022, en el que se consideró lo ocurrido como un crimen de lesa humanidad en el marco de un genocidio, fue promover el cambio del nombre de la colonia a través de un proceso participativo.
33 Por su parte, la reducción de Florentino Ameghino funcionó sólo algunos meses sin poder sostenerse económicamente, por lo que fue cerrada prontamente.
34 Memoria del Ministerio del Interior 1912/1913. Archivo General de la Nación.
35 Memoria del Ministerio del Interior 1910/1912. Archivo General de la Nación.
36 Sobre la masacre de El Zapallar véase Musante (2018) y Tamagno (2001).

Recepción: 25 Agosto 2023

Aprobación: 11 Diciembre 2023

Publicación: 01 Abril 2024

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