ARTICULO/ARTICLE
Judith Farberman
Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas Técnicas-
Centro de estudios de Historia, Cultura y Memoria
Universidad
Nacional de Quilmes, Argentina
jfarberman@gmail.com
Cita sugerida: Farberman, J. (2016). Las tierras mancomunadas en Santiago del Estero. Problemas y estudios de caso en la colonia y el siglo XIX. Mundo Agrario, 17(36), e025. Recuperado de http://www.mundoagrario.unlp.edu.ar/article/view/MAe025
Resumen
Este
trabajo aborda la cuestión del “mancomún”
en Santiago del Estero en tiempos coloniales y hasta 1870. Entendemos
por mancomún
(o “comunidad de tierras” o “campo común o
comunero”) las peculiares estructuras agrarias resultantes de
la indivisión de la propiedad, modalidad difundida en ciertas
regiones del río Dulce (dentro y fuera del área de
bañados) y en la sierra santiagueña entre los siglos
XVIII y XIX por lo menos. A partir del devenir de tres antiguas
propiedades indivisas situadas en el río Dulce, retornamos a
nuestras preguntas sobre la racionalidad, membresía y
jerarquías internas de los campos comunes coloniales para el
período republicano.
Palabras clave: Condominios; Derechos de propiedad; Santiago del Estero; Herencia; Agregados
The “Mancomún” in Santiago del Estero Province.Research Problems and Case Studies during Colonial Times and XIXth Century
Summary
This
article focuses on the “mancomún” in the current
province of Santiago del Estero. “Mancomún” (also
called “comunidad de campos” o campos communes o
comuneros”) meant undivided property, a type of communal
agrarian structure widely distributed in the Rio Dulce area and in
the upland area of the province. Based on three examples in the Rio
Dulce region, this article returns on three issues pertaining
to undivided properties,
rationality, membership and internal hierarchy, in the XIXth century.
Keywords: Condominium; Property rights; Santiago del Estero; Inheritance; “Agregados”
Introducción
En el territorio hoy argentino existieron durante la colonia tres formas de propiedad indivisa: el mayorazgo, el pueblo de indios y el campo común (también llamado merced en La Rioja y Catamarca o mancomún en Santiago del Estero). Las tres formas tuvieron continuidad en algunas regiones durante el período republicano, no obstante la gradual afirmación y preponderancia del individualismo agrario. Mientras los mayorazgos fueron excepcionales (Boixadós, 1998; Boixadós y Farberman, 2015), los pueblos de indios reconocieron una amplia difusión en las intendencias del Tucumán y los derechos de sus tributarios tendieron a preservarse, al menos en los primeros tiempos. Recientes investigaciones han demostrado que, a lo largo del siglo XIX, algunas comunidades de las provincias de Córdoba y Tucumán lograron defender sus patrimonios territoriales y mantenerlos en algún caso hasta el presente: son éstos los ejemplos mejor conocidos, aunque probablemente no los únicos (Tell, 2010; 2011 y 2015; Rodríguez, 2015; Fandos, 2007; López y Bascary, 1998; López, 2006; Cacciavillani, 2014). Por su parte, aunque los campos comunes del interior argentino han sido objeto de investigación etnográfica (Zubrzycki, 2003; Olivera, 2000), su existencia fue prácticamente ignorada por la historiografía argentina. Con la excepción de un reciente trabajo de Cristina López sobre el Tucumán (López, 2006) y de los existentes sobre los campos comuneros de Los Llanos riojanos en los siglos XVIII y XIX (Olivera, 1993; Boixadós y Farberman, 2011; Farberman 2013), su génesis, marco legal y gestión no han sido objeto de estudio1.
Si atendemos más específicamente al espacio de nuestro interés, es llamativo que las excelentes memorias descriptivas de Santiago del Estero (Fazio, 1889; Gancedo, 1886) no mencionaran el mancomún y que tampoco reporte información la exhaustiva Investigación agrícola de Juan Chavez (1905). Ni siquiera Pierre Denis (1987), finísimo observador de las costumbres locales, a quien debemos un excelente análisis de las “mercedes” de Los Llanos riojanos, se detuvo en describir formas similares de posesión en el “país de los bañados” del río Dulce, incluso cuando los mismos topónimos sugerían su relevancia. En rigor, solamente tres autores rozaron velozmente el problema, y para referirse con exclusividad al siglo XX: Ricardo Ríos (1945), Hebe Vessuri (1972) y, para la porción serrana de Guasayán, Raúl Ledesma (1961)2.
En este trabajo me dispongo a abordar la cuestión del mancomún en la zona aledaña al río Dulce, entre fines del siglo XVII y 18703. Por el momento, he corroborado la existencia de campos comunes en la zona de bañados al sur de la ciudad (Loreto, Atamisqui y Salavina), pero también en las cercanías (futuros departamentos de Robles y Banda) y al norte de la capital (futuros departamentos de Robles, Banda, Jimenez I y II y Río Hondo). Se trataba de zonas agrícolas y mixtas, asociadas formas diversas de manejo de los recursos. (cfr. Mapa 1). Por otra parte, aunque no me ocuparán en este artículo, también fueron relevantes –y lo siguen siendo– las propiedades indivisas en las sierras de Sumampa y Guasayán, poco provistas de agua y fundamentalmente ganaderas (Farberman 2016). Baste lo dicho para suprimir asociaciones lineales entre indivisión y ecosistemas. En total, llevamos registrados unos 60 campos comunes para la llanura y la sierra, lo que puede dar una idea de la entidad de la propiedad colectiva en Santiago del Estero4.
No obstante, sostengo que la mancomunión no se reducía a la indivisión de la tierra entre los herederos5. Implicaba también formas de gestión colectiva y reciprocitaria de los recursos y del trabajo, así como identidades asociadas con la comunidad de parentesco y con el arraigo local6. Por fortuna, las generosas fuentes santiagueñas contribuyen a iluminar las prácticas de los comuneros con sus estrategias familiares, sus tecnologías agrarias y de manejo del agua, y sus formas de administrar los recursos. También el conflicto, interno y externo a los campos comunes, surge profusamente de estos materiales, y constituye lo central de la “materia prima” en la argumentación que desplegaré.
A manera de agenda, entiendo que nos encontramos frente a un objeto de investigación que va más allá de la historia agraria y puede servir como puerta de ingreso a, por lo menos, tres problemáticas más amplias.
En primer lugar, la referida a las figuras de la propiedad y de la posesión alternativas a la individual, profusamente estudiadas por la historiografía social y del derecho europea (Grossi, 1981, 1990, 1992; Congost, 2007; Izquierdo Martín, 2007; Iriarte Goñi, 2007; Esteve Mora y Hernando Ortego, 2007; Clavero, 2002, entre otros). También la discusión sobre los condueñazgos mexicanos del siglo XIX (Escobar Ohmstede, 2015; Gutiérrez Rivas 2001-2002) y la literatura ya reseñada para el actual interior argentino sirven de marco de referencia para pensar el mancomún santiagueño7.
En segundo lugar, y en la medida en que la afirmación de los derechos de propiedad ha corrido pareja con la del estado (Garavaglia y Gautreau, 2011), interesa la exploración de las competencias de las normativas provinciales a lo largo del siglo XIX. Aunque numerosos campos comuneros surgieron durante la colonia, no pocos perduraron en el período republicano, momento en que se gestaron otros nuevos. En este sentido, una primera injerencia estatal importante en materia de tierras tuvo lugar en 1837, durante el gobierno de Juan Felipe Ibarra, cuando una disposición de Deodato Gondra ordenó deslindar y mensurar las propiedades habidas con títulos antiguos (AHSDE, Trib. 19 bis, 106, 1837). También en aquellos años el gobierno acudió a la venta de tierras públicas (Carrizo, 2014) para engrosar sus magros ingresos. No obstante, fue durante el período liberal de los Taboada –que no hemos abordado todavía– cuando el estado provincial encaró el asunto con mayor interés, explorando el territorio, promulgando leyes de tierras públicas y promoviendo la ocupación y enajenación de las que se hallaban en la frontera (Rossi y Rízolo,2008 y Rossi y Banzato, 2011)8.
"Mapa de la provincia de Santiago del Estero hecho en su mayor parte según mensuras y datos tomados sobre el terreno por Guillermo R. Raid por orden de su Excelencia el Señor Gobernador Absalón Rojas"
Fuente: Biblioteca Nacional, Buenos Aires, BNA_MA009682
Por
último, y como objetivo a más largo plazo, quisiera
pensar esta investigación como una entrada alternativa a la
casi desconocida historia social y política santiagueña
del siglo XIX. Si, como pienso, los lazos horizontales que unían
a los compartes eran capaces de atravesar varias generaciones
propiciando formas consensuadas de gestión de recursos y
trabajo, la centralidad atribuida al patronazgo y a la verticalidad
del clientelismo político en tiempos de Ibarra y Taboada
podría ponerse en cuestión, o al menos matizarse9.
Aunque algunos campos comunes santiagueños surgieron a partir de mercedes de tierra o de pueblos de indios rematados, la mayoría de los que he rastreado hasta ahora se gestaron a partir de compras individuales. Como se verá en los ejemplos, los fundadores parecen haber sido personajes situados en las márgenes de la elite hispana, y sus apellidos solían quedar asociados al nombre de la propiedad; en ocasiones incluso estaba acompañada de la erección de capillas. En otras palabras, una intención “señorial”, una voluntad de guardar la memoria de las familias allí donde no existían títulos de nobleza pudo vincularse con la génesis de los campos comunes más tempranos y, en este sentido, se trataría de una situación análoga a la ya señalada para la creación de mayorazgos (Boixadós, 1999) y patronatos laicos (Di Stefano, 2013).
Sin embargo, estas configuraciones señoriales de los inicios fueron progresivamente dejando paso a una situación más plural. En este sentido, el término mancomún pudo incluir desde unidades campesinas hasta grandes estancias que un puñado de propietarios –algunos de los cuales eran ausentistas– ponían en valor gracias al trabajo de múltiples agregados o arrendatarios. Por otra parte, el mancomún podía involucrar solamente una porción de las tierras, dejando los bienes restantes sujetos a división entre los herederos.
Por último, y aunque resulte obvio, es necesario recordar que la dinámica de estas estructuras agrarias estuvo intensamente marcada por los azares del ciclo de vida de las familias y los acuerdos y rupturas entre sus miembros. Las diferencias irreconciliables entre parientes podían concluir en la disolución del campo común, como lo atestiguan las solicitudes de división de condominios, abundantes para el siglo XX y muy complicadas de llevar adelante en la medida en que, pasadas varias generaciones, la memoria genealógica flaqueaba y los bordes del grupo propietario se desdibujaban. Ello pudo incentivar el reparto de derechos y acciones que hallamos en algunos inventarios de la segunda mitad del siglo XIX, y que todavía hoy siguen vigentes en ciertas zonas rurales de Catamarca y La Rioja (Zubrzycki, 2003; CFI, 1964; Olivera, 2000).
Retomaré en este artículo la agenda de investigación trazada en un trabajo anterior que focalizaba en la racionalidad, membresía y jerarquías entre comuneros (Farberman 2016 en prensa). ¿Por qué se mantenía indivisa una estancia? Los actores aludieron a la falta de títulos, a las dificultades prácticas para dividir el campo entre numerosos coherederos y a la influencia de ciertos determinantes geográficos, como la escasez de agua o la periódica aparición y desaparición de “islas” fértiles en los terrenos de bañados10. Por otra parte, y al igual que en otros espacios y momentos históricos, mientras una lógica comunitaria regía lo indiviso –habilitando el uso compartido de las instalaciones, pozos de agua, monte y pasturas–, el trabajo personal invertido era el criterio de apropiación individual del ganado, las cosechas y la producción textil femenina11. La membresía se recortaba a partir de las relaciones de parentesco entre compartes que, idealmente, se remontaban al fundador o autor del campo común. La divisoria de aguas entre quienes vivían en los campos comunes pasaba por la brecha entre dueños y agregados (también nombrados arrendatarios o inquilinos): si los primeros eran los descendientes de las “líneas principales”, los segundos, aunque eventualmente fueran parientes, carecían de derechos de propiedad aunque quizás los tuvieran de uso12. Por último, las jerarquías entre comuneros se definían a partir del parentesco más o menos directo con la línea fundadora, y de la legitimidad de nacimiento. En los pleitos, uno de los compartes solía actuar en representación de los demás (cuyo número generalmente ignoramos) y, en ocasiones, se lo identificaba como dueño principal, jerarquía que requiere de mayor dilucidación. También se le asignaba un lugar destacado al custodio de los títulos, personaje que podía o no coincidir con el “tutor” legal13.
A continuación, expondremos la historia de tres campos comunes que conseguimos reconstruir para períodos relativamente prolongados. Los Quirogas, Los Gallardos y Chauchillas surgieron con estas denominaciones a fines del siglo XVII, aunque la información más abundante sobre los mismos nos remonta a 1838. No se trata de una coincidencia. Como se anticipó, el decreto de Gondra ordenaba el amojonamiento de las propiedades “con toda la legalidad posible y con citación de circunvecinos” (AHSDE, Trib. 19 bis, 106, 1837). El cumplimiento del mismo llevó a que antiguos papeles fueran desempolvados y presentados frente a las autoridades, juntando en un mismo expediente documentos de diverso tipo (mensuras, pleitos, escrituras de venta) y época. Por otro lado, las nuevas mensuras generaron desacuerdos con los vecinos colindantes y también entre dueños y agregados, lo cual produjo una coyuntura de redefinición o cristalización de los antiguos derechos de propiedad14.
En 1697 el alférez don Tomás de Quiroga compró a los frailes dominicos de Santiago del Estero una estancia cuya extensión desconocemos. Dos años más tarde, Quiroga suscribía un original compromiso con su vecino don Pedro de Vega y Frías. Para que en el futuro “se oviasen pleitos litigiosos”, los dos señores acordaron frente a un escribano el amojonamiento de un sector de tierras comunes previendo que
si con el transcurso del tiempo y robos de avenidas del río o pr otro cualquier accidente las aguas favorecieren más mi jurisdicción que la del dho Pedro de Vega o pr el contrario, mas la del dho que la mía, no por eso alguno de los dos ha de vedar ni impedir, ni estorbar el uso de dhas aguas al otro.
De no respetarse los términos del compromiso, los firmantes se imponían recíprocamente una multa de $300, extensible a sus herederos15. De esta manera, además de asegurar la equidad que los azares de la naturaleza podían desafiar, los vecinos sellaban un pacto que trascendía sus vidas. ¿Qué ejemplo más claro de un derecho de propiedad “centrado en la cosa” y no en los individuos? (Grossi, 1992; Izquierdo Martín, 2007).
En el siglo XIX, las tierras compradas por don Tomás ya eran conocidas como Los Quirogas, y así se las nombra hasta hoy (la localidad actual, y el dique del mismo nombre se encuentran 30 km al noroeste de la ciudad de La Banda, cfr. Mapa 1). En cambio, la propiedad de don Pedro de Vega y Frías fue rebautizada en algún momento con el nombre de Maravilla. Colindante con Los Quirogas, a principios del siglo XIX, Maravilla pertenecía a don Manuel del Castaño, un influyente señor santiagueño. Como ni don Tomás de Quiroga ni sus hijos habían dividido las tierras entre los herederos, cuando se inició el prolongado pleito que nos convoca, en 1806, vivían en la estancia los nietos y bisnietos del fundador. Diez jefes de familia –de los cuales solamente dos portaban el apellido Quiroga– defendieron arduamente sus derechos de propiedad, designando como representante a doña Manuela de Hoyos, viuda de don José Quiroga.
Los problemas entre vecinos comenzaron cuando los condueños de Los Quirogas abrieron un callejón a campo traviesa y cercaron tres pozos de agua. Según interpretaba Del Castaño, se vulneraba con ello aquel compromiso firmado por los fundadores. En efecto, para Del Castaño, Maravilla y Los Quirogas conformaban una única comunidad de campos y sólo el gobierno de cada estancia corría por separado. Así entendido, el rebautizado compromiso de mancomunidad de 1699 regía sobre “todas las comodidades qe tenían por entonces y adelante pudieran tener las dhas estancias, de manera de que dos estancias diferentes las redujeron a una sola”. Gracias a su influencia política, Del Castaño consiguió que la justicia fallara (provisoriamente) a su favor, que el alcalde de Hermandad arrancara el mojón que separaba las dos estancias y que se quemaran los cercos que rodeaban los pozos en disputa. Los Quirogas, no obstante, repusieron los mojones y consiguieron del gobernador intendente que se ordenara la nulidad de lo obrado. Aunque la viuda de Del Castaño apeló la sentencia en 1816, no logró revertir el triunfo de los condueños (Farberman, 2016 en prensa).
Volvemos a tener noticias de los Quirogas en 1823, esta vez en ocasión de un pleito interno al campo común16. Un papel protagónico le cupo entonces a don Dionisio Maguna, hombre de peso político, a la vez que esposo y sobrino de dos mujeres de Los Quirogas: Juana Nepomucena Paz y María del Rosario Ríos17. La tía de Maguna, además, se encontraba entre las diez jefas de familia que habían autorizado a doña María de Hoyos a representar a los compartes en el pleito antes reseñado. Esta vez, la chispa se encendió cuando “los Quirogas” procuraron impedirle a los peones de Maguna el corte de maderas que éste había ordenado “a pretexto de ser ellos los únicos dueños absolutos”18. Para Maguna, se trataba de un acto injusto y arbitrario, en la medida en que el mancomún regía sobre el “uso de los montes, bajadas, aguadas y pastos”, y sus derechos personales a servirse de los bienes colectivos se fundaban tanto en el parentesco como en el poblamiento efectivo y continuado de las tierras (“la posesión que en su virtud he tenido quieta y pacíficamente de mis poblaciones”). En esta contienda, le tocó a don Francisco Suarez, hijo de Manuela de Hoyos y bisnieto de don Tomás de Quiroga, responderle a Maguna (nuevamente en nombre de sus compartes, a los que no se individualiza19). El argumento más sólido de Suárez era que María del Rosario Ríos no descendía del autor don Tomás Quiroga, sino de su hermano Enrique. Y don Enrique no resultaba condueño sino agregado de Los Quirogas, condición que se transmitía a sus descendientes y que sólo la exhibición de un título de propiedad podía contradecir20.
Maguna discutió los alegados parentescos (según dijo, don Enrique era el hijo de don Tomás y no su hermano) pero no pudo probar que sus mujeres fueran descendientes del autor común. En cambio, expuso en su favor un poderoso argumento: doña María de Hoyos había reconocido a su tía como parte en 1806, cuando el litigio con Del Castaño. No sólo hacía ochenta años que sus parientes políticos hacían uso “sin contradicción” de las instalaciones de la estancia, también habían aportado económicamente durante aquel juicio, concluido hacía menos de una década21. A este alegato, Suárez respondió descalificando a su madre por ser mujer –y por ende ignorante de las leyes– y –más importante– “por ser de afuera” y representar “apenas el derecho de sus hijos”.
Aunque la sentencia judicial fue favorable a Maguna –a quien se le habilitó el uso de pastos y montes en Los Quirogas– la cuestión de los derechos de propiedad no pudo dirimirse definitivamente. Otros documentos, que por falta de espacio no podemos analizar aquí, nos permiten imaginar a los condueños de Los Quirogas divididos en irreconciliables bandos que disputaban mucho más que tierras y montes: el control del ganado y de la gente quizás fueran más importantes, así como las conexiones con los poderes locales22. De todos modos, es seguro que hasta 1842, Los Quirogas siguió manteniéndose como campo comunero, aunque no todos los condueños residieran establemente allí. En efecto, un testamento perteneciente a un tal Bernabé Ríos nos proporciona información adicional que ilumina el mecanismo de transferencia de derechos en campos comunes que, como el de Los Quirogas, involucraban a una numerosa –y quizás cada vez menos nítida– membresía23. Aunque Bernabé Ríos y su difunta esposa no habían tenido hijos, habían criado a dos jóvenes: Desiderio y Baldomero. Sólo el primero fue instituido como heredero universal de los bienes, quizás por descender “de padres nobles y pobres”. El legado de Desiderio incluía la mejor parte de un terreno llamado El Rodeo (quedaban para él los pozos de balde, el rancho, el potrero y la represa), una casa urbana y “un derecho en la estancia denominada Isla de Urquizos o Quirogas (…) la misma que siendo indivisible debe omitirse su tasación”24.
La estancia de Los Gallardos, situada en el actual departamento Banda, se originó en la compra que el capitán Andrés Gallardo le hiciera en 1691 a doña Feliciana de Chavez. La primera tarea que le cupo al flamante propietario fue la de lanzar “a las personas de Juan de Chavez, su mujer i hijos y Miguel de Rojas con toda su familia”, probables parientes o agregados de la vendedora25.Documentos posteriores nos informan que la estancia tenía una legua y media por 6.000 varas de frente y tres leguas de fondo, como era costumbre en los terrenos que daban al río26. Sin embargo, tan vasta extensión no hacía de su titular un hacendado. Por el contrario, don Andrés murió en 1692 dejando ocho hijos “pobres y sin otro medio ninguno”.
Ya en el siglo XVIII, el apellido paradigmático de Los Gallardos sería Alderete. El matrimonio entre Paula Gallardo y el tucumano Jacinto Alderete tuvo que ver en ello y quizás no fuera el único. Jacinto dejó en 1755 un escueto testamento en el que legaba a sus seis herederos unos pocos animales y algunas acreencias. Nada decía, en cambio, sobre las tierras de Los Gallardos donde seguramente vivía con otros parientes de su mujer27. No obstante, allí seguía en 1770 su hijo Agustín Alderte, iniciador de las diligencias de mensura del terreno familiar donde, probablemente, residiera ya un conjunto numeroso de condueños y agregados. Quizás entre estos últimos se hallaran los testigos movilizados por Agustín para esclarecer los linderos de la propiedad de sus mayores.
De todos modos, las situaciones más tensas se presentarían recién ingresando en el nuevo siglo, cuando tiene lugar un doble proceso, el de valorización de tierras relativamente cercanas a la ciudad, y el de expansión de la membresía del campo común. En un primer registro de conflictos, podríamos incluir la confrontación entre los Gallardos/ Alderetes y ciertos pobladores que llevaban largo tiempo en la estancia. Así fue que, en 1803, José Alderete, “a nombre de los demás compartes”, solicitó al cabildo el lanzamiento de Valerio Brandán, al que acusaba de haberse apoderado “con sobrado despotismo de lo mejor de nuestro terruño28”.Veinte años más tarde, el molesto agregado seguía tan campante en Los Gallardos con su crecida familia, sus ganados y rastrojos. Según Celidonio Alderete, que se puso a la cabeza del reclamo en 1826, los Brandán tenían para entonces tal cantidad de hacienda que los “dueños legítimos” de Los Gallardos se habían visto obligados a “mendigar pasteaderos”.
Por supuesto que los reclamos de los condueños no pueden tomarse al pie de la letra y varios datos dispersos nos permiten inferir que las relaciones con Brandán y su familia conocieron innumerables vaivenes, y estuvieron consteladas de negociaciones y acuerdos extrajudiciales que apenas conseguimos entrever. De hecho, en 1803 los compartes habían terminado por concederle una prórroga a Brandán –que en la práctica se extendió por lo menos por dos décadas más– y Valerio figuraba como vecino colindante (y no como agregado) en una mensura de Los Gallardos de 1821. Para concluir con esta historia, nos consta que a partir de 1837 Valerio Brandán era propietario de una estancia de dos leguas, no muy distante de Los Gallardos significativamente bautizada Los Brandanes. ¿Puede leerse en esta historia la trayectoria de un agregado próspero que ascendió a dueño? ¿O la de un propietario estigmatizado como agregado por sus avances sobre tierras litigiosas? La evidencia disponible es todavía insuficiente y contradictoria, pero no hay dudas de que las relaciones de fuerza favorecían en este caso a los compartes de Los Gallardos y no a Valerio Brandán (que aparece, de todos modos, con demasiada frecuencia en los papeles como para ser considerado un sujeto de “ínfima calidad social” como se decía del típico agregado).
Como contrapartida de las disputas con Brandán, los interminables pleitos entre los dueños de Los Gallardos y sus vecinos de Los Ardiles podrían ejemplificar dinámicas de conflicto entre pares sociales cuyas relaciones con el poder político resta todavía esclarecer. El “autor” del condominio rival era el capitán Pablo Ardiles, un hombre con un perfil social que, en principio, parece similar al de Andrés Gallardo. Ardiles le había comprado sus tierras al convento de La Merced en 1742 y en el título se especificaba que la estancia se extendía “desde el alto de la Barranca hasta el sitio de Garzón”29. Según Felipa Viscarra, nieta de don Pablo Ardiles a quien en breve conoceremos mejor, la superficie comprendida dentro de esos límites era de “una legua de cinco mil varas de frente”30.
Desde 1770, la localización de aquellos dos sitios –donde alguna vez habían existido mojones– sirvió de pretexto para un litigio casi centenario entre los dos grupos de condueños, el cual alcanzó su punto más álgido en 1837. Obligados a mensurar su propiedad, los Ardiles se adjudicaron tierras reivindicadas –y pobladas– por dueños y arrendatarios de Los Gallardos. Para dirimir la cuestión, se citaron a siete testigos ancianos a quienes se interrogó sobre los límites que las escrituras indicaban para Los Ardiles, conocidos como el “alto de la Barranca” y el “sitio de Garzón”. Mientras que solamente dos de los declarantes reconocieron el primer mojón –que fungía de divisoria entre Los Ardiles y Los Días–, otro campo común, el “sitio de Garzón”, fue connotado con ciertos atributos que nos parece de interés señalar.
En principio, el “sitio de Garzón” era conocido por haber sido un rodeo “muy grande” y “poblado de gente”. Aunque en aquel momento se hallaba cubierto por el monte, los ancianos declarantes recordaron la cancha de bolas que allí había existido, la pelea suscitada entre dos paisanos que había terminado con la muerte de uno de ellos) y, sobre todo, identificaron al lugar con ciertos residentes. Cinco testigos mencionaron a Anselmo, Martín, Agustín y Chuchi Alderete, los dos últimos abuelo y padre respectivamente del “tutor de los Gallardos” Celidonio. También se recordó a la “madre de don Nepomuceno Paz” que había sido “en aquel tiempo” (¿1770?) la “tutora de estos Ardiles”, mientras que uno de los testigos ubicó en el viejo rodeo a Pedro y Andrea Gallardo y a “Narcisa, madre de Juan Gallardo”.
Entendemos que con el término “tutor” o “tutora”, los testigos se referían a quienes otras fuentes distinguen como “dueños principales”, una suerte de referentes de los campos comunes. En este proceso en particular, se llama tutores a don Celidonio Alderete y a doña Felipa Viscarra, que fungían como representantes legales de sus compartes. Sin embargo, es altamente probable que la responsabilidad de estos “tutores” fuera más allá de los momentos en los que les tocaba litigar, y que su jerarquía deviniera del grado de parentesco con el fundador, de ciertos atributos personales, o de ambas cosas. Si así fuera, podríamos entrever una jerarquía en los nombres recordados y en los parentescos que se mencionan, que no necesariamente privilegiaban los apellidos paradigmáticos (ya que no todos los Alderetes o Gallardos eran condueños, aunque tal asociación fuera frecuente)31.
Para concluir, cabe destacar que de los siete testigos presentados a tres les tocaban “las generales de la ley”. Pablo Graneros estaba casado con una mujer “pariente de Celidonio Alderete” (que, no obstante, no fue presentada como condueña), Celidonio era el “tutor” de los Gallardos y Fernando Medina fue caracterizado como “uno de los hermanos de la comunidad de las tierras de Los Gallardos”. Me interesa el tratamiento de “hermano” aplicado a los condueños, a más del uso del término “comunidad de las tierras de Los Gallardos”, que encuentro por primera vez en una fuente decimonónica santiagueña. Es necesario aclarar también que el “tutor” de Los Gallardos sólo declaró al final y lo hizo conminado por las autoridades. Según se dice en el expediente, Celidonio Alderete había inicialmente sostenido desconocer la localización del rodeo de Garzón y de la Barranca. Cuando el juez comisionado lo recriminó por haber mentido, Celidonio respondió que su silencio provenía del miedo “de las partes que lo habían de matar”. Lo dijo riéndose –lo que me exime de tomarlo demasiado en serio–, y fue entonces que se le tomó una declaración que resultó muy similar a las ya recabadas.
La trabajosa resolución del conflicto consistió en partir el terreno en disputa en partes iguales entre Gallardos y Ardiles. Ello supuso, si nuestra interpretación es correcta, un intercambio de agregados, que pasaron de un campo común a otro. Mientras Raymundo Alderete y Miguel González se comprometieron –por ser dueños– a desocupar el terreno, Apolinaria Alderete, José Andrés Palavecino y Victoria Heredia renegociaron su situación con doña Felipa.
La estancia de Chauchillas se situaba en el departamento decimonónico de Río Hondo. El fundador reconocido por los comuneros, don Pedro Ximénez, había sido beneficiario de una merced a fines del siglo XVII y probablemente fuera el abuelo de Francisca, Diego y su homónimo Pedro Ximénez. En rigor, era a este trío de hermanos, más aún que al titular de la antigua merced, que se remontaba la memoria de doña Mercedes Paz, representante de los compartes de Chauchillas en 1837. También en este caso, el cumplimiento del decreto de Gondra detonó un litigio por tierras y percepción de arrendamientos.
Desde la perspectiva de Mercedes de Paz y sus compartes, el meollo del conflicto residía en la supuesta invalidez de dos operaciones de compra venta –cada una de ellas por un cuarto de legua– realizadas en 1770 y en la década de 1820 respectivamente. La invalidez residía en el compromiso de indivisión de las tierras asumido por los tres hermanos para ellos y sus sucesores. Según explicaba doña Mercedes Paz –omitiendo precisiones que podemos reconstruir a partir de los alegatos de la parte contraria– habían sido los hijos del segundo matrimonio de don Pedro Ximénez, residentes en la provincia de Tucumán, quienes ignorando el compromiso de mancomunión habían vendido un cuarto de legua a don Pedro Vega “en el centro de dha estancia”. Hasta donde pudimos seguir el caso, esta venta había tenido lugar en Buenos Aires en 1770, aunque recién hacia 1800 consiguió el comprador hacerse con los papeles. A esta “ilegítima operación” le había sucedido otra “al trascurso de algunos años” (probablemente, en la década de 1820). Esta vez había sido Fernando de Herrera quien le comprara otro cuarto de legua a otra heredera de Pedro Ximénez –una tal Martina Rocha– operación que, según la representante de los condueños de Chauchillas “fue rebatida (…) y despojado el comprador Herrera de su posesión”32. Sostenía doña Mercedes Paz que en varias oportunidades la justicia había fallado directa o indirectamente a favor de sus compartes (por ejemplo, al no registrar en las mensuras o amparando a los Ximénez en el cobro de arriendos) y que, si don Gregorio Vega reclamaba ahora por los derechos de su padre, era a sabiendas de la pérdida de los títulos. En efecto, la casa de quien los custodiaba había sido saqueada durante la guerra civil, y se había despojado a los propietarios de sus papeles.
El interés de este caso –que es intrincadísimo y del que nos faltan todavía demasiadas piezas– reside en la discusión sobre el status de la propiedad indivisa. Doña Mercedes de Paz sostuvo para Chauchillas “la calidad de indivisible y para el uso común de sus descendientes” que regía de la época de los tres hermanos Ximénez y que había durado “muchos años”, observándose “inalterablemente la disposición de su indivisión”33. En cuanto a la parte contraria –entendemos que ni Vega ni Herrera formaron campos comunes y quizás, como propietarios ausentistas se limitaban a cobrar los arriendos cuando los compartes lo permitían–, la misma no hizo mención de este atributo que para los Ximénez hacía a la esencia de su posesión.
Así fue que, en un alegato posterior, doña Mercedes de Paz defendió la legitimidad de la práctica de la mancomunión, refrendada por los actos de las autoridades judiciales. En sus palabras
no solamente ha sido tácita la indivisión sino que aparece en concurso de parte, expresado sin contradicción y judicialmente legalizado el acto qe así lo caracteriza. Pero quiero conceder por un momento que no exista, como se supone, la especificación expresa del carácter indivisible. ¿Pero se podrá negar que la hubo tácita, desde el momento qe aparece ella con el irrevocable sello de la autoridad judicial?
El “sello de la autoridad judicial” apuntaba a lo ya dicho: que Vega no aparecía reconocido, ni como parte ni como colindante, en una mensura de la estancia realizada con posterioridad a la compra. Por otro lado, los compartes también exponían que, en la medida en que sus ascendientes no habían partido el campo, estaba “más claro que la luz del día que ni los vendedores supieron lo que vendían ni el comprador lo que compró”. En todo caso, “el comprador no pudo haber comprado ni los compradores vendido una porción determinada de la estancia indivisa y “sólo pudieron haber hecho venta de la acción que tenían en ella”.
Tenemos aquí expuesto un primer registro del modo típico de transferir derechos de propiedad en los campos comunes: las acciones. En todo caso, merece ser citada la sentencia –a favor de Vega– que relegaba la comunidad de tierras al plano de las prácticas “considerando (…) que no consta ni aparece en todos los documentos presentados la calidad de impartible que le quiere dar al terreno de Chauchillas”. En la medida en que los Vega ya habían sido amparados varias veces y que la compra tenía más de cincuenta años, el gobierno confirmaba su derecho y el de sus herederos.
Es muy probable que, en el transcurso del siglo XIX, el campo común haya extendido su presencia en los distritos santiagueños bañados por el río Dulce y en la porción serrana de la provincia (sobre la que hemos realizado una primera exploración). Incluso para la menos poblada región del río Salado hemos encontrado sus huellas, aunque menos notables, en la segunda mitad del siglo. Esta hipótesis se desprende de la frecuencia cada vez mayor de aparición de campos comunes en los materiales de archivo, no necesariamente en ocasión de conflictos. Considero de interés el hecho de que la comunidad de tierras se afirmara en un momento en que parece concedérsele una mayor importancia relativa al ordenamiento de los derechos de propiedad –como lo revelaría, por ejemplo, la disposición de Gondra de 1837–, y que persistiera durante los gobiernos liberales posteriores, aunque probablemente resignificada. Es de notar que, en los tres casos que aporté como ejemplo, 1838 resulta un año clave. La ley y la costumbre se dieron cita entonces y los conflictos por derechos de propiedad se hicieron inevitables.
Como mencioné en la introducción, en un trabajo anterior (Farberman, 2016 en prensa) intenté una primera aproximación empíricamente fundada a las cuestiones de la racionalidad, la membresía y las jerarquías internas en los campos comunes santiagueños durante la colonia. Entiendo que los expedientes republicanos –a partir de los que he reconstruido los casos que antecedieron– permitirían confirmar algunas hipótesis y ajustar otras. Sobre las razones de la mancomunión, podemos referir que a las complicaciones para repartir tierras regadas, ojos de agua, represas y pozos, y a la intención “protectora” de la comunidad habría que sumar con mayor énfasis las dificultades prácticas para desenredar la maraña de derechos que nuevas generaciones de comuneros habrían vuelto cada vez más arduo esclarecer. Si en la colonia podía hablarse de fundadores, hijos y nietos, en la tercera década del siglo XIX ya estaban jugando las dos generaciones siguientes de compartes. Entiendo, por tanto, que la delimitación del grupo de “dueños legítimos” tiene que haber sido cada vez más compleja. A los descendientes de los “troncos principales” –algunos de ellos con varias ramas desplegadas hacia abajo en otras tantas– se sumaba la parentela política y, como pudo observarse en el caso de Los Gallardos, también de ciertos “agregados”. En efecto, algunos de ellos, en función de un poblamiento prolongado, acuerdos extrajudiciales y matrimonios con miembros del grupo de parentesco de los compartes podían considerarse parte del campo común. Fue el caso de Valerio Brandán, pero también de muchos otros, a menudo “lanzados” de la propiedad o renegociada su situación en ella.
Por este motivo es razonable suponer una membresía más difusa –y por tanto objeto de potencial cuestionamiento– en el siglo XIX. Naturalmente, razones estratégicas y puestas al servicio de los pleitos podían llevar a entender la pertenencia en términos más o menos amplios. De esta suerte, el conflicto con don Manuel del Castaño en Los Quirogas “expandió” provisoriamente el grupo de compartes, el cual se “restringió” años después para “expulsar” a don Dionisio Maguna, sobrino y cónyuge de condueñas. Algo similar puede decirse sobre los parentescos políticos. Dos figuras sobresalen aquí: la viuda de un “dueño principal” y su yerno. Con altísima frecuencia, eran mujeres viudas las que encabezaban los reclamos de los compartes. En algunos casos, podía tratarse de descendientes directas de las “ramas principales” (Mercedes Paz, de Chauchillas, lo ejemplifica) pero en otros, como el de María de Hoyos de Los Quirogas, la “tutora” era una “de afuera”, como dijera interesadamente su hijo. Los yernos se movían en la misma ambigüedad. Por falta de espacio no nos detuvimos en un pleito de 1811 entre los condueños de los Gallardos y un “vecino de Chauchillas” que se había aprovechado “de una isla pingüe y feraz” creada por el río al cambiar de curso. Los primeros insistieron en que tal vecino, don Luis Ximénez, no era en realidad un “verdadero” propietario ya que “las de Chauchillas son del ciudadano Bernabé Paz y Ximenes”, quien era su cuñado34. No interesa la veracidad del argumento, pero sí destacar la jerarquía menor asignada a este miembro “externo” (más allá de los parentescos múltiples que el apellido invoca y que muy probablemente unieran a este Luis Ximénez con los compartes de Chauchillas).En suma, en el siglo XIX no debe haber resultado sencillo establecer el “adentro” y el “afuera” de la membresía de un campo común y por tanto los derechos que asistían a cada parte.
Otro problema que exige una mayor profundización es el del estatuto de la mancomunión como práctica. Evidentemente, la costumbre tiene un peso enorme en el “gobierno” de los condominios y por ahora es muy poco lo que puede inferirse acerca de cómo gestionaban los “hermanos” sus consensos y sus diferencias. Sin embargo, está claro que estas prácticas podían alcanzar un alto grado de formalidad. Así lo ilustra el antiguo compromiso de 1691 que regía las relaciones entre Los Quirogas y Maravilla y la posterior la regulación legal a través de la transferencia de “derechos y acciones” presente en múltiples testamentos. La insistencia del juez que dirimió el conflicto entre José Gregorio Vega y los propietarios de Chauchillas –en que la “calidad de impartible” de la estancia no surgía de los documentos– es una muestra de la voluntad de imponer la ley escrita sobre las prácticas. Allí donde las reglas de los compartes habían regido durante varias generaciones –aunque los acuerdos iniciales hubieran conocido fisuras a lo largo del tiempo– no debió haber sido tarea fácil. Por otro lado, la consolidación de los campos comunes coincidió con tiempos de guerra –y su secuela de pérdida de títulos y documentos de archivo– y desorden en el registro de las operaciones inmobiliarias y su protocolización. No es inverosímil, entonces, que los descendientes “forasteros” de uno de los hermanos Ximénez hubieran vendido “sus partes” otorgando documentos extrajudiciales sin autorización de los restantes coherederos, ni que esa compra hubiera sido reconocida después por las autoridades.
Por último, se nos permitan dos palabras acerca de la estabilidad de los campos comunes. Aunque la figura de los condueños como “hermanos” es muy eficaz para pensar en la equidad de derechos y en la gestión colectiva o consensuada que otros documentos sugieren, la conflictividad interna supo ser intensa. ¿Hasta qué punto ello atentó contra la estabilidad de estas estructuras agrarias? ¿Cómo repercutió en la gestión y mantenimiento de los campos la emigración estacional o definitiva de los condueños en esta sociedad en la que migrar resultaba un componente estructural de la economía? Hemos encontrado algunos expedientes de disolución (para los siglos XIX y XX) pero también campos comunes conformados tardíamente para el período que estamos tratando. En cuanto a las migraciones, de momento no han surgido en las fuentes pero no dudamos en que tuvieron que afectar la gestión y los límites de la membresía comunera. En fin, son problemas a resolver, que sólo el rastreo de un número significativo de casos podrá contribuir a aclarar.
1 Cabe destacar que Silvia Palomeque (1992) se ocupó en su momento de otras dos formas de propiedad indivisa en Santiago del Estero: la de los pueblos de indios y las tierras de ejido. Por mi parte, advertí el problema en mi tesis de doctorado y en un artículo posterior (Farberman, 1995) pero sin tener una idea cabal de su importancia.
2 Para Vessuri, el condominio surgía cuando era “impráctico subdividir”, habilitando así la “explotación a favor de la colectividad de herederos quienes comparten, no la propiedad, sino sus ganancias”. Si los beneficios eran insuficientes, el condominio se disolvía (Vessuri 1972, p.41). Esta autora asignó los condominios con exclusividad a “los grupos propietarios de las fincas tradicionales” como la que ella analizaba, la cual había mantenido este régimen entre 1921 y 1958. Por el contrario, para Ricardo Ríos (1945), los condueños se hallaban en una situación casi tan precaria como la de los agregados. En sus palabras “el propietario en condominio (…) si bien puede disponer de la cosa como dueño, no es menos cierto que debe soportar una restricción en su animus domini estando expuesto a una modificación o pérdida de un derecho”. Las extensas superficies de tierras en condominio eran, a su juicio, imposibles de dividir por las dificultades para “acreditar el carácter de herederos (universales o singulares) del primitivo propietario o adquirente”. Ríos contraponía la confianza del criollo en la palabra y la honradez a la normativa escrita, contradicción que precipitaba a los coherederos en una “situación limítrofe con el despojo” toda vez que intentaban un juicio de división. Finalmente, Raúl Ledesma naturalizó el condominio para la zona serrana santiagueña, enfatizando la oposición entre dueño y agregado y omitiendo la problematización de la estructura agraria de nuestro interés. Esta escueta pintura de los condominios del siglo XX podría completarse con las cifras del censo agropecuario de 1988, que recupero de un artículo de Alberto Tasso (1997, p. 54). El censo, en efecto, incluye a los “ocupantes en campos comuneros” entre las “explotaciones agropecuarias campesinas”, asignando a la categoría 901 unidades “sin límites definidos”. Se trataría del 10%, aproximadamente, de las explotaciones campesinas registradas en el censo. Aunque se omiten los datos relativos a su dispersión geográfica y origen, considero significativo que los campos comuneros santiagueños –al igual que en otras provincias del interior argentino- hayan llegado hasta nuestros días. Sin embargo, dicha perduración no implica –y más bien lo ponemos en duda– que su significación y contenido se mantuvieran constantes en el tiempo.
3 El período elegido, de momento provisorio, se justifica en que parte de los condominios registrados surgen hacia fines del siglo XVII, y que hacia 1870 contamos con las primeras mensuras profesionales.
4 Esto significa campos que en algún momento de su historia fueron poseídos “de mancomún”. Por supuesto, el caudal de información del que disponemos para cada caso es muy desigual y todavía nos encontramos procesando el material de archivo.
5 Recuperando a Iriarte Goñi (2007), de lo que se trata es, más en general, de una “apropiación sobre los recursos” que incluía y excedía a la tierra, estableciendo jerarquías entre derechos preeminentes y subordinados.
6 Por este motivo, prefiero utilizar el término nativo de mancomún o comunidad de campos antes que el de condominio, que reservo para las propiedades con dueños múltiples de fines del siglo XIX y del XX. Algunos elementos como la ausencia generalizada de los propietarios o la utilización de las tierras casi exclusivamente para uso forestal, me hacen pensar que los condominios contemporáneos, bajo una forma similar, escondían contenidos diferentes a los de las tierras mancomunadas cuyas lógicas procuro desentrañar.
7 Sintetizar los aportes de esta historiografía excede las posibilidades de este artículo. Alcanza con recordar que comunal era diferente de público en la medida en que excluía a usuarios, que el “dominio” –con el contenido político que suponía– prevalecía sobre el de propiedad –de contenido más estrictamente económico y remitente al “homo oeconomicus” y su racionalidad individualista específica– y que apuntaba a una peculiar “antropología de la propiedad” centrada en lo colectivo. Recupero estos conceptos de Izquierdo Martín e Iriarte Goñi, 2007 pero están presente también en la bibliografía antes citada.
8 Y no obstante, aún durante el período 1851-1875, el estado provincial se mantuvo pequeño. Tenti lo caracteriza como un “protoestado” acosado por la penuria financiera y la escasez de personal letrado. Tenti, 2013.
9 Una tesis muy arraigada en la historiografía sobre Santiago del Estero enfatiza en el carácter vertical de las relaciones sociales agrarias. Se trata de una imagen presente ya en varios textos de Di Lullo y continuada por otros autores entre los cuales Vessuri, 1972 a y b; Tasso, 2007 y Tenti, 2013. Aunque no estoy en condiciones de expedirme sobre la cuestión del patronazgo para fines del siglo XIX o para el XX –período considerado por los autores citados– creo que este énfasis se ajusta mejor a la campaña de determinadas zonas de la sierra o –quizás– de la frontera del Salado antes que a las estancias coloniales o decimonónicas del río Dulce. Esto se explica por varias razones, entre las que se cuentan el fraccionamiento de la zona agrícola, la reversibilidad de la condición de agregado y la vitalidad de las migraciones estacionales, incluso en los pueblos de indios. Más problemático todavía resulta extrapolar esta imagen de la estancia colonial a las configuraciones políticas caudillistas de la primera mitad del siglo XIX, todavía mal conocidas. En suma, aunque esta imagen del patronazgo no sea del todo falsa, creo que sería saludable focalizar también en las relaciones sociales, visibles en diversos aspectos, presentes en la misma literatura que ha servido para describir al patronazgo, y que entiendo distintiva de Santiago del Estero.
10 Sobre la racionalidad de “los comunes” en sus contextos espacio temporales específicos existe una amplia bibliografía, no exclusivamente historiográfica. Remitimos a Ostrom, 2000, e Izquierdo Martín y Sánchez León, 2010.
11 Así por ejemplo, la “cortedad” de las tierras de Los Peraltas de Salavina fue considerada motivo suficiente para mantenerlas indivisibles entre las cuatro herederas cuando se formó el inventario (AHSDE, Trib. 1, 19, 1803) y algo parecido quiso Agustín González para el terreno de mil varas que dejaba “vinculado” para todos sus hijos “y los que de ellos descendieren”. Entendemos que la sentencia de González valía para uno y otro caso: que “viniendo a pobreza suma tengan todos donde recogerse, fabricar su habitación y usar de las tierras para sus labranzas y manutenciones (….) [sirviéndoles] de hospital en sus indigencias” (AHSDE Trib.6, 84,1814). En cambio Los Días, moradores “del paraje de su apellido”, mantuvieron sus tierras indivisas por generaciones simplemente “por ser muchos” (AHSDE, Trib. 12 bis, 66,1798).
12 Parte de nuestro corpus documental, justamente, deriva de litigios entre dueños y agregados o bien entre condueños cuya inclusión plena en el círculo de parentesco de los descendientes directos había que demostrar (lo que los convertía en agregados potenciales). Por otra parte, las pretensiones de los parientes políticos también dieron lugar a agrias disputas que hablan de las reticencias de ciertos núcleos de condueños a incorporarlos plenamente a su membresía. Ver Farberman, 2016 en prensa.
13 Otra situación a examinar con particular atención en la gestión de los campos comunes es la posición de los criados, hijos adoptivos y bastardos. Aunque es difícil generalizar para estos casos, quizás gozaran de una suerte de status intermedio entre los condueños y los agregados, lo que se expresaba en la habilitación de permisos temporarios o en la exigencia a los herederos de tolerarlos, garantizándoles una permanencia siempre asociada a derechos más lábiles y dependientes de la protección del “dueño principal”. Ejemplos coloniales de esta situación en Farberman, 2016 en prensa.
14 El estado provincial santiagueño era realmente mínimo por lo que no extraña que la normativa hasta ahora hallada –y más específicamente la que concierne a derechos de propiedad– fuera escasa y muy escueta. Baste recordar que sólo entre 1826 y 1835 existió una legislatura –que poco se ocupó de los asuntos de nuestro interés–, que el cabildo y la municipalidad fueron disueltos en 1833. Aunque se redactó un proyecto, Santiago del Estero no conoció constitución durante el período de Ibarra. Por fin, además del decreto de Gondra, se contienen disposiciones relativas a los derechos de propiedad en el Bando de buen gobierno de Juan Felipe Ibarra de 1820 que preveía la “agregación” de los sujetos que no tenían cómo mantenerse a la habitación de “algún vecino pudiente” y pretendía controlar la movilidad e intrusión en tierras ajenas. El bando está publicado en Gargaro, 1944: 24-27.
15 AHSDE, Trib. 6, 105, 1719.
16 AHSDE, Trib. 17.49.1823
17 Dionisio Maguna ocupó lugares expectables durante el régimen de Ibarra –miembro de la Asamblea Constituyente, capitán y comandante de milicias– y murió violentamente en 1832.
18 Así expresado por Maguna, “los Quirogas” parece remitir a un grupo específico de condueños, que no necesariamente se apellidaban Quiroga y que quizás los que conformaran algo así como el núcleo de dueños del campo común. Quizás la esposa y la tía de Maguna conformaran un segundo círculo de parientes.
19 Lo que hace suponer que éstos se encontraban divididos. Confirmaría la idea una solicitud de María del Rosario Ríos, Ana Paz, María Juana Quiroga, Paula Paz, Columba Paz y León Nieva –la mayoría firmantes en el pleito contra don Manuel del Castaño– a las autoridades capitulares para que Manuela de Hoyos exhibiera “los papeles de propiedad de la referida hacienda”. Muy probablemente fuera Dionisio Maguna –que significativamente omite su firma– quien activara aquella iniciativa.
20 Ninguna de las dos partes insiste sobre los derechos transferidos a Maguna por vía de su cónyuge, quizás una comparte “periférica” de Los Quirogas.
21 La obligación de los compartes de participar de los gastos en caso de pleitos judiciales también es un componente fundamental de los condueñazgos mexicanos. Ello confirmaba la legitimidad de la pertenencia comunitaria (Escobar Ohmstede, 2015).
22 No obstante sobre el gobierno de Ibarra está casi todo por estudiarse, los comandantes de departamento parecen haber sido sus auxiliares más eficaces. La concentración de poder es un rasgo marcadísimo de este régimen político.
23 AHSDE, Trib.21, 2, 1842.
24 Para Baldomero quedaba la otra mitad del terreno de El Rodeo, desprovista de sus instalaciones.
25 AHSDE, Trib. 4, 53, 1826.
26 O sea que se trataría de un terreno de algo más de 8.000 ha. Son terrenos mucho mayores que las suertes de estancia pampeanas (de algo más de 2000 ha) por tener, de entrada, 3 leguas de fondo (18.000 varas) en lugar de legua y media (9.000 varas). Por otra parte, mientras la medida típica del frente de estancias pampeanas era de media legua, Los Gallardos triplicaban esa cifra. Hice el cálculo y obtuve estos datos siguiendo a Garavaglia, 2011, 29.
27 Paula ingresó al matrimonio con una dote de 6 lecheras con cría mientras que Jacinto reconocía no haber aportado bienes. La entidad del patrimonio que figura en su testamento habla a las claras del perfil social y económico de la familia y de lo importante que pudo haber sido para la pareja recostarse sobre los bienes colectivos. Por otra parte, la ausencia de la información sobre tierras puede explicarse por no haber sido Jacinto parte plena del campo común. AHSDE, Trib. 4, 56, 1836.
28 AHSDE, Trib. 11, 50, 1803.
29 AHSDE, Trib. 28.8.1868.
30 Un problema que se genera en este pleito es justamente el de la extensión de la legua. Normalmente, se las consideraba de 6.000 varas y no de 5.000. Siguiendo a la representante de los Ardiles y aplicando el cálculo de Garavaglia, la superficie aproximada de Los Ardiles sería de 5.600 ha.
31 Valga como ejemplo de lo dicho el caso de un tal Tiburcio Alderete, recordado por tres testigos, no precisamente por su significancia social. Tiburcio era, en efecto, un “ciego arpero” que había sido “puesto con licencia de don Nepomuceno” en el rodeo de Garzón. Creo que no es muy osado imaginar que el tal Tiburcio era un pobre agregado “puesto”, como correspondía a un dependiente, en un sitio estratégico para custodiar los confines de la propiedad.
32 Las diligencias de mensura de Fernando Herrera en AHSDE, Trib. 18, 48 (1832) y los papeles más antiguos que incluye se remontan a 1824.
33 AHSDE, Trib. 19.131.1837.
34 AHSDE. Trib. 2, 65, 1811.
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Fecha
de recibido: 22 de abril de 2016
Fecha
de aceptado: 20 de noviembre de 2016
Fecha
de publicado: 15 de diciembre de 2016
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